En el punto álgido de la obra de Jean Anouilh, Creonte y Antígona discuten sobre la felicidad. Creonte defiende que aspirar a ser feliz es admitir la pequeñez humana, es renunciar a la tragedia a favor del drama, al heroísmo a favor de la rendición. Solo puede ser feliz quien sucumbe, quien acepta que la vida sea incompleta y que nosotros en ella juguemos papeles patéticos.
Antígona prefiere mantenerse en pie, y de ahí su tragedia, si bien desproporcionada por los dos extremos: como castigo y como obcecación. ¿Valía ésta someterse a aquél? ¿No era preferible un coraje ileso para defender mejores causas? ¿Acaso vivir no es, en definitiva, transigir con tantas leyes que no hemos elegido? ¿No hay mayor dignidad en seguir presente, afirmando la vida frente a quienes la vulneran? Algo así proponía Camus: el hombre absurdo se parece a un héroe cuando afirma sin reticencia la maldición divina.
Pero quizá tampoco se pueda soportar una visión permanente del absurdo. Tal vez haya que ser un héroe, como Sísifo, para poder hacerlo; y no lo somos, aunque a veces lo pretendamos. Más tarde o más temprano nos doblega la fatiga, y entonces añoramos un sentido, aunque sea inventado. Pascal prefirió dar el salto: escogió sentido antes que coherencia, alivio antes que reafirmación. Justo lo contrario de Antígona: Pascal habría estado con Creonte. No podemos reprochárselo. Tal vez, si no hubiera dado el salto, habría acabado suicidándose. El salto le sirvió para seguir viviendo.
¿Qué vale más, la integridad o la vida? ¿Qué vale más, la dignidad o la “felicidad”, aunque sea la de ir tirando? Solemos elegir la vida y la felicidad, y hacemos bien. No porque los que eligen la integridad hagan mal, sino porque ser mejores les sirve de poco y les dura muy poco; a nosotros, en cambio, nuestra capitulación suele durarnos más tiempo. Cierto que al cabo todos desaparecemos, pero la vida humana consiste en arrancar un día más. En El príncipe de las mareas, el que sobrevive es el hermano que mejor negocia con la realidad, que sabe disimular, que sabe callar, que sabe mentir y mentirse, que sabe olvidar… ¿Vale la pena vender la integridad por unas migajas de tiempo? Depende. De cuánta integridad se pierde, de cuántas migajas se ganan. Eso es negociar con la realidad.
No parece muy noble, pero tampoco aspiramos a que todo en la vida sea noble. Nietzsche lo soñaba para su superhombre, pero intentarlo le costó la cordura y al final la vida. Tal vez haya que conformarse con una dignidad limitada, con una concesión a la existencia que nos cerca y la muerte que nos espera. Parafraseando a Pascal, el miedo tiene sus razones. Pedro, el apóstol, lo entendió, y por eso negó tres veces; lo cual, hay que decirlo, le permitió dedicarse durante muchos años a defender lo que había negado en aquel momento crítico. La cobardía le dio la oportunidad de un nuevo coraje, mucho más útil, y quizá más loable.
¿Cómo sobrellevar nuestras vergüenzas? La humildad ayuda. El perdón (también a uno mismo) ayuda. El trueque de creencias ayuda. En cuanto a lo que vale la pena, eso tenemos que inventarlo a cada instante. La épica es más bella, pero eso no implica que tenga toda la razón. Don Quijote encarna la integridad, pero tiene que volverse loco para hacerlo. Cervantes cuestiona el exceso de épica; nos plantea si el abuso de épica no equivaldrá al delirio. Un delirio hermoso, impactante, pero, ¿admirable? ¿Qué sería de un mundo de Quijotes? ¿No nos parecemos más a Ulises que a Antígona? ¿No nos sentimos más retratados por Sancho que por Don Quijote? ¿Y no reside en admitirlo la lección que nos dispensan los años?
Comentarios
Publicar un comentario