Ir al contenido principal

Bajo el rencor

¿Se puede decir algo bueno del rencor? El rencor es una de esas flores del mal que no hacen el mundo precisamente mejor. Crecen en los rincones más sombríos de nuestros jardines, allá donde se oxidan, arrumbados, los trastos rotos de la biografía. 


El rencor es el eco obcecado de una herida que no cicatrizó, la mala hierba que coloniza las grietas del alma, ahondándolas con sus raíces. El rencor es la marca que dejaron las batallas perdidas, los fracasos hirientes, las noches de abandono y desolación. Nadie lo elogiaría, y con razón: es, en efecto, una debilidad, y de las más mezquinas. 

Sin embargo, también la fiebre cura y la ruina enseña. No hace falta que lo consideremos admirable para admitir la posibilidad de que la evolución haya tenido sus buenas razones para seleccionarlo. Lo mismo sucede con otros parientes cercanos no menos rechazables: la ira, la envidia, la culpa o la venganza. El hecho de que forme parte de nosotros de manera universal e innata sugiere que, al menos, debe cumplir una función. Y todo apunta a que, igual que sucede con los fenómenos mencionados, esta se halle relacionada con nuestra naturaleza social. 
En efecto: el rencor no solo es el veneno que le reprochaba Max Scheler. Cuando no lo pudre todo, hace revivir algunos musgos en los pedregales del alma; y tantea resquicios frente a los despotismos ajenos. A veces, después de la derrota, el resentimiento es lo único que queda, el último bastión donde se refugia la dignidad, maltrecha y asediada. El débil, el sometido, el temeroso, resguardan en él los vestigios del orgullo herido, archivando en sus recovecos la memoria de lo malo, con la esperanza de salirle al paso cuando quiera repetirse. Así que para ellos, aunque Spinoza lo desprecie como tristeza, aunque tantos lo rechacen como debilidad o defecto, para los perdedores es el último puntal del yo quebrado. Sin el resentimiento —como sin la envidia o la venganza—, tal vez el estatus social y la autoestima del individuo quedarían definitivamente devastados, afectando a su capacidad para hacerse valer y al equilibrio interior de su autoconcepto. 

Una valoración ética del rencor no debería pasar por alto estos matices. ¿Se le puede recriminar el hambre al necesitado? ¿La ira al vejado? ¿La conspiración al sometido? ¿Se puede juzgar a alguien sin tener en cuenta la rémora de sus carencias y la mordedura de su dolor? Se puede, en efecto: desde una postura heroica y poco compasiva de triunfante. El vencedor, el fuerte, pueden permitirse sin remordimiento la crueldad y el despotismo, y desde luego no tienen necesidad de rencor: les basta con acaparar el poder. Y, por otra parte, al poder le interesa recriminar su rabia larvada al sometido, pues mientras quede resentimiento quedará una llamada, por débil que sea, convocando a la rebelión. 
Considerado esto, dichosos los que están libres de rencor. Porque la llamada de este aliado dudoso, que esgrime una espada de doble filo, es opresiva y obsesiva, y sus reclamos de liberación pesan como cadenas, y su cautela sabe amarga, y su reticencia es limitadora. Roba más que lo que da, pues nos arrebata el presente para sumirnos en agrios recuerdos o difusas esperanzas. Dichosos, pues, los que no sufren el veneno del resentimiento, y son capaces de oponerle el antídoto de la magnanimidad, y viven en paz con su autoestima, sin rabias pendientes, con todas las cuentas saldadas y el pecho descubierto. Perdonar es vencer, vencer lo malo de los demás y lo peor de uno mismo, abriendo una puerta por la que entra el aire fresco de la verdadera alegría. 

Comentarios

  1. El rencor... nos vuelve más astutos y mejora nuestra memoria. No olvidamos los perjuicios sufridos y buscamos la forma de vengarnos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí. No es una compañía grata, pero tiene su función. Hay que tratarlo con respeto.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado