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Mostrando entradas de diciembre, 2022

Yo contra mí

Suele desdeñarse el suicidio como un acto de cobardía. Se considera al suicida alguien débil y pusilánime que escapa ante las dificultades universales; que pretende salirse por la tangente, en lugar de afrontar con redaños el precio de la vida.    Me parece un juicio muy poco compasivo (¿quién conoce el punto a partir del cual el dolor resulta insoportable, o al menos intolerable?), un veredicto lleno de suficiencia fácil (habría que ver a cada uno en esas circunstancias, para tener derecho a juzgar lo que alguien hace frente a ellas) que encubre una profunda ignorancia (¿qué sabemos, en el fondo, de la tragedia que arrastra cada cual?).  Creo que la realidad apunta a lo contrario: el suicidio puede ser un acto valiente, rigurosamente íntimo, que tal vez no merezca ser admirado, pero, sin duda, sí respetado. El problema ético que nos plantea no es tanto que sea o no un acto digno (nadie lo sabrá nunca a ciencia cierta, ni siquiera el suicida) como su carácter rudimentario. El suicid

Respeto y amor

El respeto es la clave de toda relación constructiva, empezando por la de cada cual consigo mismo. No hay dignidad sin respeto. Y si falta la dignidad, nada importante es genuino: la afabilidad es hueca, la lealtad insegura, y, en definitiva, el amor un espejismo. Imposible amar si no respetamos, imposible ser amado si uno no se respeta. Y a la inversa: siempre que hay respeto se puede contar con un cierto grado de amor.  Marina define el respeto como “el sentimiento adecuado a lo valioso”. Démosle la vuelta: las cosas adquieren la categoría de valiosas porque las respetamos; el respeto crea lo valioso, como el amor, con el amor, y hay que insistir en la confluencia de ambos sentimientos.  ¿Será, entonces, que el respeto emana del amor? Es probable, porque el amor es más primitivo. O bien se puede entender el respeto como un elemento del amor, su primera señal. En medio del tumulto de un mundo estridente y ajeno, algo se alza con una cualidad distinta y asombrosa, algo destaca con un

Risa tonta y risa boba

De entre las venturas y los incordios con que nos ha dotado la evolución, la risa es un bien absoluto, una suerte que hemos de agradecer sin reticencia, un don sin el cual nuestra vida sería sin duda mucho peor, tal vez insoportable.  La risa es una racha de aire fresco en el agrio espesor de la tan a menudo mísera existencia. Es un arranque de creatividad loca que traza brechas en la rígida, fría, esquemática estructura de la realidad; una insensatez llena de coraje, porque para reír hace falta la valentía de apostar por la vida tal como es: cruel y encantadora, exquisita y salvaje.  Pero no todas las risas son iguales, y aquí se me ha ocurrido cavilar sobre dos modalidades algo peculiares. Mi reflexión puede juzgarse de entrada un poco frívola, pero tal vez al final se haya ganado merecer, al menos, el valor de los pocos minutos que se le hayan dedicado.  Empecemos por el simpático fenómeno de la risa tonta. Se habla de risa tonta para referirse a ese carcajeo imparable que nos asal

Bajo el rencor

¿Se puede decir algo bueno del rencor? El rencor es una de esas flores del mal que no hacen el mundo precisamente mejor. Crecen en los rincones más sombríos de nuestros jardines, allá donde se oxidan, arrumbados, los trastos rotos de la biografía.  El rencor es el eco obcecado de una herida que no cicatrizó, la mala hierba que coloniza las grietas del alma, ahondándolas con sus raíces. El rencor es la marca que dejaron las batallas perdidas, los fracasos hirientes, las noches de abandono y desolación. Nadie lo elogiaría, y con razón: es, en efecto, una debilidad, y de las más mezquinas.  Sin embargo, también la fiebre cura y la ruina enseña. No hace falta que lo consideremos admirable para admitir la posibilidad de que la evolución haya tenido sus buenas razones para seleccionarlo. Lo mismo sucede con otros parientes cercanos no menos rechazables: la ira, la envidia, la culpa o la venganza. El hecho de que forme parte de nosotros de manera universal e innata sugiere que, al menos, deb

Cobijos

Todos salimos a la calle más o menos pertrechados con máscaras y armaduras, protegidos frente a nuestros paisanos, que, ya se sabe, son tan amigos como pueden llegar a ser enemigos. La experiencia nos ha enseñado que, para convivir sin naufragio, hay que manejar con una cierta gracia ese complicado juego de exhibición y recato, de exposición y prevención, de tirantez y cooperación.    Y en esto cada cual tiene su estilo, según sea su situación y su talante. Es importante averiguar con qué arte nos desenvolvemos mejor, qué recursos dominamos más fácilmente, en qué actitudes nos sentimos más asentados. Los hay confiados y tranquilos, que andan a pecho descubierto sin mayor inquietud; y los hay recelosos e inseguros, y estos se aseguran de asomar al mundo bien blindados y sin bajar la guardia. Los segundos sufrimos más, qué le vamos a hacer, y por eso a menudo soñamos con la dulce ligereza de los despreocupados. Cometemos entonces, fácilmente, el error de pretender imitarles y actuar co