Muy de mañana, mientras vago sonámbulo preparándome para acudir al trabajo, atravieso uno de los momentos más difíciles del día. Es como si me asomara a un mar gris y revuelto en el que malditas las ganas que tengo de salir a bogar.
Sé que debo tomarlo agradecido: al fin y al cabo, es una jornada más de vida; hay quien ya no verá amanecer. Y cuando consigo ponerle un poco de humor alcanzo a vislumbrar, allá en el horizonte, la promesa de aventuras por vivir y tierras que conquistar. Pero, qué le vamos a hacer, el ánimo no suele darme para ver más allá del tumulto de la sucia espuma perfilando la orilla. Ni cíclopes ni ninfas, ni Ítacas nostálgicas, me bastan para contrarrestar las ganas de quedarme en la cama.
Ando huraño y desabrido. ¡Hay que ver la de gente con la que me peleo en mi cabeza! Ya antes de levantarme, absorto en el techo, me vienen a la memoria ecos de algún desencuentro reciente. Y ya quedo cautivo sin remedio, desgranando mis indignaciones mientras me ducho, mientras me visto, mientras me aferro, aturdido, al asa de la taza de café.
Los pensamientos crecen como nubes de tormenta. Sin querer, voy sumando razones para la aprensión y episodios para el agravio. No hallo recuerdo que no sea enemigo, ni fuerza que no se me vaya en planear escaramuzas que pongan a todos en su sitio.
Pero, después de muchas vueltas, llega la hora de salir, y el mundo, casi siempre, resulta ser simple y familiar como una casa grande. Los trasiegos del día nos absorben con su contundencia de destino, y mientras se trabaja queda poco tiempo para elucubraciones. La vida verdadera se impone con demasiada fuerza para que nos detengamos a contar los pétalos de las margaritas. Y aquellos contenciosos imaginarios se quedan en agua de borrajas, y se van disipando como fútiles ensueños infantiles.
Es una suerte que la realidad nos caiga como un telón, recubriendo los escenarios de nuestras necias fantasías. Los chirridos de la imaginación suelen hacer poca mella en los quehaceres verdaderos. Descubrimos entonces que aquellas ridículas quimeras no eran más que ruido y no servían para otra cosa que abrumarnos, emponzoñando ratos que habrían podido ser de serenidad y distracción.
No vale la pena rumiar el rencor, y menos recién levantados. Con sus patéticas evocaciones, interrumpe el descanso y dispersa en la lectura, nos aleja del placer del café y de la dulzura proustiana de las madalenas. ¿Realmente enseñan algo los troncos retorcidos de esos marchitos paisajes? ¿Nos preparan de veras para afrontar al prójimo fastidioso, o solo nos aíslan del afable? Poca eficacia se gana en los combates con las sombras de la memoria, poca profundidad cabe esperar de los espejos. Zumbido de abejorros, insidia de moscardones, corrupción de la belleza, quebranto del sosiego.
Acertaron los místicos: el parloteo del pensamiento es en su mayor parte ocioso, cuando no virulento. Hurgar en las heridas no suele conducir más que a redoblar su daño. Lo mejor que puede hacer nuestra cabeza, cuando no está en su momento, es callar y dejar ir, como hace la prudencia con las riadas. ¡Se desperdicia tanta energía en vanos presagios sombríos, en resentimientos agrios y triviales! ¿Cuántos vecinos o compañeros de trabajo merecen que prendamos fuego a los dulces pastos de nuestra calma, o, peor, que por ellos rasguemos los delicados velos de la alegría? ¡Se gana tanto, en cambio, acallando la mente! Concentración, compasión, amplitud de miras. Impavidez mañanera frente al bullicio emocional.
Comentarios
Publicar un comentario