Ir al contenido principal

Malos humores

Cosa fea, desconcertante e insidiosa son los malos humores repentinos, que irrumpen desde los recovecos subterráneos del inconsciente y nos inundan el ánimo, robándole la luz y la voluntad. 


Últimamente me vienen brotando unos cuantos, con su desfachatez despótica, acaparando ciertas horas sin ningún miramiento. ¿Qué secretos motivos los arremolinaron, y abrieron las brechas por las que emergió su amarga lava? ¿Será el aluvión abigarrado de gentes y emociones intempestivas, que a mis años me encuentran con las fuerzas flojas y la paciencia escasa? ¿Serán las noches sin paz, remendadas de sueños a ratos pastoriles y a ratos siniestros? 

No sé si los habrán fermentado esos signos de los tiempos, o leyes más recónditas, o el mero discurrir agridulce de la vida, pero estos días me azotan, como rachas sofocantes en la cara, humores malos que zarandean mi amistad con el mundo. De repente todo me molesta, las cosas parecen desquiciadas por sañudos duendes, la belleza y la alegría no aparecen o se antojan endebles escenarios de cartón. Se masca un hedor metálico en el ambiente sombrío, y uno no sabe dónde guarecerse ni con qué licor convocar la ligereza. A uno solo se le despiertan ganas de propinar patadas a las piedras y lanzar gruñidos a los vecinos. 
Vete a saber qué economías secretas se lleva la contabilidad del alma, qué pesos suben y bajan en el reloj ni por qué cambian los colores. Ojalá pudiera conjurarlos con fórmulas mágicas de pensamiento positivo, o con presentimientos de alegrías futuras; ojalá pudiera ignorarlos, confiar en los seguros ascensos del ánimo que siempre llegan por sí mismos, esperar pacientemente a que se sequen al sol. Porque al rato sucede algo gozoso, o simplemente manso —la sonrisa del hijo, una noticia amable, una insinuación de ilusiones futuras, una frase feliz rescatada al azar en algún libro, cualquier cosa que nos haga mirar hacia otro lado—, y de repente el universo cambia de postura, y vuelve a parecer ordenado y armónico. 

¿Valía la pena tomarse las molestias tan a pecho? ¿No eran como los dolores vagos o los revoltijos en el estómago, una desazón transitoria que hay que dejar hacer y de la que al final no queda nada? Al fin y al cabo, ¿qué sacamos de ellos? Ni nos curan de una enfermedad, ni nos enseñan una lección, ni nos defienden de un mal mayor, ni nos hacen mejores. ¿Merecían entonces que rindiéramos el ánimo a su vapuleo arrogante, que nos atormentara su disgusto, que bajáramos todas las persianas y nos acurrucáramos en la tristeza de su rincón? Claro que no lo merecían, pero ahí están, y siempre estuvieron y seguirán estando. 
Porque forman parte de nosotros, y no podemos evitarlos. Son reacciones cerriles de nuestra inmadurez, que patalea, como hacíamos de niños, cuando se ve cercada. Son ecos del galope de nuestra angustia, que huye en estampida cuando se siente amenazada y no sabe adónde ir. Son el dolor desesperado de nuestra alma herida, cuando la herida duele hasta lo insoportable y no hay remedio para el dolor. Son nuestras viejas tristezas, nuestras agrias debilidades, nuestras rabias ardientes y nuestras pérdidas abrumadoras. 

Habrá que tolerar esos aludes de amargura, y arrebujarnos cuando arrecien como hacemos con los aguaceros de otoño. Si no podemos con ellos, al menos no les regalemos nuestra resistencia ni nuestro lamento: que campen a sus anchas, que nos empapen hasta los huesos, que esparzan su fango por los caminos. Aguantemos: el viento que los trajo se los llevará. Así es la vida, y si alguien tiene que cambiar no será ella. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...