Ir al contenido principal

Confianza

Se diría que el animal humano es más bien receloso, y sin duda tiene buenas razones para ello. Las abuelas no se cansaban de recordarnos que no nos fiáramos de nadie, y la sabiduría popular nos insiste en la precaución y nos previene contra la ingenuidad despreocupada. 


Sin embargo, no solemos ser conscientes de hasta qué grado toda nuestra convivencia social está edificada sobre la confianza, más que sobre lo contrario. Sin confianza resultaría imposible mantenernos unos cerca de otros, colaborar o compartir unas pautas de vida en común (algunas de ellas explícitas, pero sobre todo implícitas). El conductor circula por la derecha esperando que el que viene en sentido contrario haga lo mismo; el comprador confía en que no será estafado; el amigo o el amante se apoya en la lealtad del otro. En un ámbito más amplio, la propia democracia se sustenta en la expectativa de honradez que, aun con reticencia, se otorga a unos candidatos. Se podría considerar que la confianza es el lubricante fundamental de la maquinaria social, en todos sus niveles. 
Incluso cuando se dan diferencias y conflictos, se suele contar con el respeto de todas las partes hacia un manojo de formas básicas compartidas (esencialmente reguladas por la cultura), y que son las que marcarán el desarrollo del litigio conduciéndolo hasta una conclusión (sea la de ganador-perdedor o la de un compromiso de mutuo acuerdo). De hecho, un conflicto resuelto a satisfacción de ambas partes eleva la cooperación entre estas a un nivel superior. El edificio social se consolida y se renueva, justamente, cuando es sometido a tensiones. 

Pero quizá las presiones más dramáticas se planteen en los casos en que se traiciona el nivel más elemental de confianza, cuando esta se ve defraudada hasta un punto intolerable. El organismo social cuenta ya con artefactos institucionalizados —más o menos eficaces— para corregir las infracciones e imponer la vigencia de la norma. Dicho en plata: el que la hace la paga. Y precisamente en esa garantía de sanción (aunque luego se aplique con más o menos rigor) reside la credibilidad del sistema, la confianza que sus integrantes ponen en él. 
Más delicada para el individuo resulta la situación en la que debe hacer frente, con sus recursos personales, a una vulneración de confianza íntima. La traición de un amigo, la infidelidad de la pareja, el rechazo de un grupo. No es exagerado prever que un caso así planteará al sujeto un verdadero desafío, para el cual no le servirán únicamente las fórmulas transmitidas por la cultura. Probablemente, tendrá que explorar perspectivas inéditas e inventar nuevas respuestas. Esa tarea, a veces realmente onerosa, suele marcar un antes y un después en la trayectoria vital de las personas, ya que a menudo implica una verdadera reformulación de su identidad y una recomposición de su lugar (y el de los demás) en el mundo. 

Así es como la vida nos pone a prueba y nos desgasta, pero también nos curte: como decía Nietzsche, lo que no nos mata nos hace más fuertes. ¿Y qué pasa entonces con la confianza? Cabe esperar que acabe herida de algún modo, pero todas las heridas cicatrizan. Hay confianzas que se retiran para siempre, y seguramente así debe ser: algunas inocencias conviene que se pierdan. Pero otras confianzas se restauran bajo un nuevo prisma, cabe esperar que más realista y más sabio, sensible a un espectro más amplio de matices. Más escéptico tal vez, pero seguramente también más compasivo. Por aquello que escribió Romain Rolland: que el hombre es un buen animal, pero es mejor no pedirle demasiado.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Conceptos y símbolos

La filosofía es la obstinación del pensamiento frente a la opacidad del mundo. En el ejercicio de su tarea, provee a nuestra razón de artefactos, es decir, de nodos que articulan, compendiados, ciertos perímetros semánticos, dispositivos que nos permiten manejar estructuras de significado.  Cuando Platón nos propone el concepto de Forma o Idea, está condensando en él toda una manera de entender la realidad, es decir, toda una tesis metafísica, para que podamos aplicarla en conjunto en nuestra propia observación. Así, al usar el término estaremos movilizando en él, de una vez, una armazón entera de sentidos, lo cual nos simplifica el pensamiento y su expresión por medio del lenguaje. Al cuestionarme sobre lo existente, pensar en la Forma del Bien implicará analizar la posibilidad de que exista un Bien supremo, acabado, abstracto, y según el griego único real, frente a la multiplicidad de versiones del bien que puedo encontrar en el ámbito de las apariencias perceptuales.  De hecho, aqu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado

La mente programada

A pesar de sus inconsistencias, el paradigma cognitivo sigue dominando la psicología. Hay que reconocer que el símil del ordenador es sugerente. Los sentimientos y las conductas parecen a menudo responder a programas, más que a una voluntad más o menos razonable. Cada circunstancia tiene su programa. La vida cotidiana se rige por un programa estándar, que prima las obligaciones y la adaptación social. En cambio, en la intimidad predominan variables más sutiles. Hay programas que actúan a largo plazo, toda la vida, construyéndonos o destruyéndonos lentamente. Otros son programas de emergencia, que se disparan en situaciones de sobrecarga o estrés, adueñándose dramáticamente de la personalidad o la conducta. Es en esos estados de excepción cuando se manifiestan rasgos que permanecían latentes, más o menos controlados o compensados por el programa ejecutivo . Es importante prestar atención a esas partes esquivas, habitualmente enmascaradas o reprimidas, que desde Freud suponemos agazapada

Presencia

Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta. El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.  El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo avasa