Ir al contenido principal

Cervantes

Se consagra a Miguel de Cervantes por aquel libro magistral que nos regaló, esa flor de agudeza que transformó para siempre la literatura y nuestra visión del mundo. Dicen con razón que el Quijote hizo a la humanidad mejor, y si no hemos sabido llegar más lejos en la vitalidad bondadosa a la que nos invita quizá sea porque aún nos falta mucho para ser buenos, y al mundo para ser justo, y porque ni siquiera Don Quijote da abasto para doblegar de una vez por todas la caterva de truhanes y malandrines que proliferan por esos páramos.


Pero Cervantes no solo nos dejó un libro inmenso (y algunos otros notables), sino que su propia biografía ofrece una historia no menos ejemplar que sus novelas. De ella, y de cómo ella le condujo a su obra maestra, podemos sacar inspiración para esas virtudes que no nos sobran: entereza, coraje, optimismo, humor, perseverancia, humildad… Hay que enterarse del gran hombre que hay detrás de esa gran obra. 

Cervantes fracasó en casi todo; no se puede decir que tuviera muy buena suerte. Salió con un brazo menos de su corta carrera como soldado, que le condujo a las sangrientas aguas de Lepanto, donde a punto estuvo de dejarse la vida. De regreso a España fue prendido por piratas berberiscos, y pasó varios años prisionero de los turcos en Argel, esperando que su familia pagara el rescate que lo librase de la esclavitud. Ya en casa, fue testigo de cómo sus hermanas se ganaban la vida con ocupaciones de no muy buen ver, y luego fue a la cárcel por percances en su oficio de recaudador de impuestos. Entretanto, igual que otros soldados en aquellas Españas convulsas, quiso consagrarse como poeta, pero le traicionaron las musas. Entonces se empeñó en dedicar su inventiva al teatro, que era la única literatura que daba para vivir; y no le estaba yendo mal, hasta que su fama languideció a la sombra de Lope… 
A todo se entregó con pasión y buen oficio, y en nada recogió los frutos que esperaba. Parecía condenado a permanecer en segunda fila, él que ansiaba la gloria, y a malvivir en la mediocridad, él que procedía de una estirpe de hidalgos. Tal vez fantaseó en algún momento con que estuviera acosándole algún infame hechicero, como más tarde haría lamentar a Don Quijote. Le sobraban razones para haber sucumbido al desencanto, para desistir de todo rastro de sueño, para lamerse las heridas y dolerse henchido de resentimiento mientras miraba a través de los barrotes de su celda. Y, sin embargo, no se rindió al desánimo ni perdió el sentido del humor. Dedicó sus horas grises en prisión a solazarse con una historia de ingenio e ironía, un argumento al que iba dando vueltas desde atrás y que el ocio de la cárcel le dio ocasión de glosar. La encaró como esparcimiento, sin mayores pretensiones, y fue ella la que le adentró en el gozo y la ocurrencia, ella la que, mientras fluía sobre el papel, dio fe de la sabiduría que le había legado una vida de dislates a su mirada aguda y bondadosa. 

Y exuberante y sutil, irrefrenable y magnánimo, fue cobrando forma Don Quijote a partir de la esquemática idea de un viejo hidalgo loco y arruinado, tal vez muy parecido al que en el fondo se sentía ser don Miguel, quien sin embargo pudo descubrir en sí mismo la fábula de un alma visionaria cuando parecía ilusa, valerosa donde se habría dicho temeraria, infinitamente tierna con la pobre, patética, espléndida condición humana. No cabe duda de que Cervantes cabalgó con Don Quijote, y por eso nos hizo a todos, como dice la poesía, ponernos a la grupa con él, abriéndonos paso, contra viento y marea, en pos de nuestros vanos y bellos ideales. Cervantes convirtió en triunfo sus fracasos: un triunfo de la humanidad. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Conceptos y símbolos

La filosofía es la obstinación del pensamiento frente a la opacidad del mundo. En el ejercicio de su tarea, provee a nuestra razón de artefactos, es decir, de nodos que articulan, compendiados, ciertos perímetros semánticos, dispositivos que nos permiten manejar estructuras de significado.  Cuando Platón nos propone el concepto de Forma o Idea, está condensando en él toda una manera de entender la realidad, es decir, toda una tesis metafísica, para que podamos aplicarla en conjunto en nuestra propia observación. Así, al usar el término estaremos movilizando en él, de una vez, una armazón entera de sentidos, lo cual nos simplifica el pensamiento y su expresión por medio del lenguaje. Al cuestionarme sobre lo existente, pensar en la Forma del Bien implicará analizar la posibilidad de que exista un Bien supremo, acabado, abstracto, y según el griego único real, frente a la multiplicidad de versiones del bien que puedo encontrar en el ámbito de las apariencias perceptuales.  De hecho, aqu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado

La mente programada

A pesar de sus inconsistencias, el paradigma cognitivo sigue dominando la psicología. Hay que reconocer que el símil del ordenador es sugerente. Los sentimientos y las conductas parecen a menudo responder a programas, más que a una voluntad más o menos razonable. Cada circunstancia tiene su programa. La vida cotidiana se rige por un programa estándar, que prima las obligaciones y la adaptación social. En cambio, en la intimidad predominan variables más sutiles. Hay programas que actúan a largo plazo, toda la vida, construyéndonos o destruyéndonos lentamente. Otros son programas de emergencia, que se disparan en situaciones de sobrecarga o estrés, adueñándose dramáticamente de la personalidad o la conducta. Es en esos estados de excepción cuando se manifiestan rasgos que permanecían latentes, más o menos controlados o compensados por el programa ejecutivo . Es importante prestar atención a esas partes esquivas, habitualmente enmascaradas o reprimidas, que desde Freud suponemos agazapada

Presencia

Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta. El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.  El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo avasa