Creo que Freud fue uno de los primeros en señalar abiertamente la ambivalencia de todas las relaciones humanas: todas, incluidas las que nos parecen y hacemos parecer incólumes, tienen una vertiente de atracción y otra de rechazo.
Sucede así que, mal que nos pese y para beneficio de la complejidad de la vida, el mundo afectivo es más multifacético y dinámico de lo que solemos admitir: no lo amamos todo en quienes más amamos, ni nos inspiran solo odio los que tenemos por enemigos; a menudo la frontera entre lo atrayente y lo repelente es vaga y porosa, como prueba la facilidad con que saltamos de un lado al otro.
Hay ambivalencias felices, que nos libran de supuestos amigos que no valían la pena o nos dispensan gozosas simpatías de quien no las habríamos esperado. Y hay, sobre todo, ambivalencias trágicas, que resquebrajan la complicidad de una pareja o tensan el lienzo de relaciones decisivas, abriéndolas por las costuras. Conviene seguir de cerca estas últimas, porque a menudo ponen patas arriba lo que parecía más consolidado en nuestra vida, y nos obligan a reinventarla cuando y donde más estable se nos antojaba.
La corteza afectiva de nuestra existencia resulta que se parece más a la tectónica terrestre que a la silenciosa eternidad de las planicies lunares. Bajo un suelo aparentemente firme y estático fluyen magmas ardientes que no paran de empujar en diversas direcciones, y que pugnan por liberar su presión agrietando su superficie. Nada en el alma se está quieto, nada es de una pieza ni de un solo color: todo se mueve, todo se agita, todo se mezcla, y lo que desearíamos considerar definitivo es solo un paisaje transitorio que cambiará, o que un día, de repente, veremos distinto. Lo que parecía solidez en la pareja resultaba ser un hastío que un buen día descubrimos insoportable; en esa familia que todos consideran tan unida bulle un secreto de antagonismos y crueldades. El apacible y amoroso niño, postulaba Freud, lidia con las mismas pasiones que, como revelan los mitos, han agitado a la humanidad desde tiempos ancestrales.
El fundador del psicoanálisis consideraba que son nuestros padres los que nos inspiran las ambivalencias más aceradas; parece probable, dado que corresponden a los vínculos más intensos y primigenios. “Madre no hay más que una”, sentencia el refrán, pero en realidad parece que hubiera muchas, cada cual con su parte buena y su parte mala: ambivalencia dentro de la ambivalencia. ¿Será que resulta imposible estar unido a alguien sin que de él nos alcance tanto bien como daño?
Llega un momento en la vida en que uno debería haber recorrido por sí mismo lo bastante como para tomar distancia de los progenitores: de su ascendente, de sus influencias, del peso de su propia historia, de sus manías y hasta de sus virtudes. ¿Realmente es así? Y si no, ¿cómo ganar un poco de distancia, la suficiente para que nuestra historia deje de verse subyugada a la suya? ¿Cómo dejar de sentirnos una y otra vez, en presencia de nuestros padres, aquellos niños dependientes que fuimos, reiterando compulsivamente las sumisiones y las rebeldías de la infancia cuando ya no somos los mismos y han perdido el sentido que tuvieron?
Los padres se nos infiltraron hasta el fondo de la personalidad como cuñas de una identidad que llevaremos clavada para siempre: tal vez por eso (y no solo porque los queremos y los odiamos) abrirán un incurable vacío de nostalgia cuando falten. Los padres, porque lo son y por lo que fueron, seguirán en nosotros con la ambivalencia de la bendición y la amenaza.
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