Viktor Frankl sostenía que una de las necesidades más hondas de las personas es que su vida tenga sentido. Llegó a esa conclusión cuando, en medio del horror del campo de concentración, comprobó que quienes sobrevivían eran los que tenían alguna razón para hacerlo, un objetivo que tiraba de ellos más allá de las alambradas. Se diría que lo único que nos da fuerzas e impulso para la penosa tarea de vivir es creer que lo hacemos por algo, o para algo. Esto me recuerda el estremecedor comentario de uno de los supervivientes del avión de los Andes, que aseguró que, en aquellas circunstancias extremas, la diferencia entre la vida y la muerte la marcaban las ganas de vivir. Nuestras atribuciones de sentido son, obviamente, antropocéntricas. Nada en el resto del universo lo necesita (si acaso, otros seres conscientes). Solo a nosotros no nos basta con existir, sino que aspiramos a dar cuenta de esa existencia. En tanto que individuos, estamos empeñados en concebir nuestro sentido. O más bi