Cada uno de nuestros actos en sociedad transmite un mensaje, crea una expectativa, implanta un estatus, sienta un precedente. Tal vez uno se sienta caracterizado ante todo por las intenciones; para los demás, en cambio, somos nuestros actos, y ellos van perfilando la imagen social con que se nos identifica.
La reiteración de esquemas de comportamiento asienta las pautas sobre qué se puede esperar de nosotros: la vida en común se basa en lo previsible, y estamos programados para detectar las regularidades que definen a la gente. En definitiva, cada conducta da cuenta de nosotros, es un signo cargado de significados, y a ello se atienen los demás cuando se nos dirigen. Por eso hemos de ser cuidadosos en lo que hacemos, es decir, en lo que comunicamos con lo que hacemos.
En mi juventud —aquellos tiempos en que los trenes eran “animales mitológicos”, como dice Sabina; benditos tiempos irrepetibles en que cocinábamos con un hornillo en los parques y dormíamos sin miedo en las plazas públicas— cuatro amigos organizamos un viaje por tierras castellanas. Acordamos unificar un fondo común para los gastos. Se decidió comprar un carrete para las fotos, ya que todas las hacíamos con mi flamante cámara réflex. Una compañera solía pedir tal foto aquí, otra allá, a su capricho, y yo seguía sin rechistar sus instrucciones. Pero un día otro compañero, al ver que ella acaparaba un bien común, protestó y me pidió la cámara. Yo, algo desconcertado, se la pasé, y, para nuestra sorpresa, mi amigo se dedicó a hacer unas cuantas fotos por su cuenta, según le vino en gana y sin consultar con nadie: aquí fotografió una piedra, allí una planta. Yo le reproché esa actitud despótica y ese desperdicio, y él me replicó: “Yo también he pagado por este carrete”. Hubo alguna protesta entre dientes, pero en definitiva nadie le llevó la contraria. Desde aquel día cada foto fue acordada escrupulosamente por todos.
La actitud de mi amigo, que al principio me indignó, con los años me ha dado para reflexionar en el recuerdo. Con su arrebato brusco, arbitrario si se quiere, no cabe duda de que marcó terreno y se hizo valer; y al hacerlo, además, cortó por lo sano los comportamientos acaparadores. Visto así, su pequeño desperdicio reportó una considerable ganancia, puesto que restituyó el valor del acuerdo común, a la vez que asentaba el derecho particular de todos y cada uno de nosotros. Con aquel gesto, mi buen amigo nos dio una lección. Esto es educar a los otros: educarles, al menos, sobre los límites que no es de recibo traspasar y que no estamos dispuestos a consentir.
Tenemos que hacernos valer ante la tribu: la convivencia tiene siempre algo de lucha; los contornos de nuestro espacio nunca están del todo definidos, y por eso hay que redibujarlos en cada intercambio, en cada contexto. Si por mantener la armonía cedemos continuamente, los demás se acostumbran a no contar con nuestro criterio, y se sienten legitimados a tomar las decisiones ignorándonos. Dicen que cuando el amo de un perro no actúa como jefe de la manada, el instinto del perro lo empujará a hacerlo por él. Creo que las personas tendemos a comportarnos en grupo de un modo parecido. Si no tomamos decisiones, otros las tomarán por nosotros, y llega un día en que ya ni siquiera cuentan con nuestra opinión. Contar o quedar relegado es también cuestión de costumbre. Hay que educar a los demás en nuestra dignidad.
Y puesto que en la mente parece pulular una multitud calcada del exterior, quizá debamos empezar por educarnos a nosotros mismos, rebelándonos frente a nuestros tiranos íntimos, esos déspotas interiores que nos someten y nos humillan.
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