Las profecías autocumplidas nos muestran la naturaleza performativa de nuestra psique: pensar es crear, o, como dicen los adeptos a la New Age, creer es crear. Tienen razón, pero solo cuando se cree de verdad y se cree sobre la verdad. ¿Realmente creemos lo que creemos creer?
A menudo las convicciones son inconscientes, o al menos ocultas y desdibujadas, disimuladas bajo opiniones socialmente más aceptables, íntimamente menos perturbadoras, incluso parapetadas tras la creencia contraria. Casi siempre somos contradictorios, porque alentamos deseos encontrados, o deseos que se estampan contra la realidad y se presienten ilusos; porque nos movemos entre lo aprendido y lo sentido, porque tenemos miedo. Antígona desearía amar, pero el deber le obliga a morir. El Ricardo III de Shakespeare se entrega a un festín de destrucción, resentido con un mundo en el que cree que por sus defectos no se le ofrecerá un lugar de igual. Fermín de Pas, en la obra maestra de Clarín, acaba odiando a la Regenta porque no se le permite amarla. En American Beauty, el protagonista muere a manos de su vecino, furibundo enemigo de los homosexuales, porque este no le perdona que le rechace cuando intenta besarle. Así es la vida: ruido y furia; ¿cómo vamos a estar seguros de lo que creemos?
Pero, volviendo a la profecía autocumplida, hay en ella algo de declaración de intenciones, de descripción de planes, de planificación de metas. “Nunca llegaré a ser un buen estudiante”, se lamenta el discípulo perezoso: en lugar de reconocer su pereza, actúa de mala fe (en el sentido sartriano) y la disimula bajo una capa de fatalismo. Proyecta: convierte lo interno (no tengo ganas de estudiar) en externo (me lo ponen demasiado difícil), o bien lo controlable (elijo no estudiar) en incontrolable (no puedo estudiar). De ese modo se exime a sí mismo de una responsabilidad que le obligaría a actuar en alguna dirección: cumplir el esfuerzo que le requieren sus estudios o abandonarlos. Lo que no tiene en cuenta es que, como nos explica Sartre, de todos modos elige: está optando por no estudiar, solo que sin asumir el compromiso. ¿Cuántos “elijo” se camuflan, cobardes, tras los “no puedo”?
Lo cobarde, entonces, no es no atreverse a hacer cosas, sino mantenerse reticente a admitir que uno prefiere no hacerlas. ¿Por qué es cobarde? Porque miente, porque disimula, para no afrontar las verdades de sí mismo. ¿Qué gana? Dejar a buen resguardo el propio yo, el autoconcepto, la autoestima. Pero también gana otra cosa: evitar el riesgo de exponerse, de fracasar. Así pues, la mentira de los “no puedo” es autodefensiva. Aunque no siempre es mentira: hay veces en que realmente no podemos. Y aquí es donde patina el alegre axioma new age: no todo ―ni siquiera mucho― es accesible por el mero hecho de creerlo posible. Creer, a veces, no es crear: es apenas alimentar una fantasía ilusa.
En la novela El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, Andrés Hurtado se lo dice a su tío Iturrioz: tal vez al creer que puedo dar un salto de dos metros consiga hacerlo, pero jamás podré dar un salto de cincuenta metros, “por mucha fe que tenga”. Iturrioz insiste: ¿por qué no creer que puedo dar ese salto, si me resulta útil para dar uno de dos metros? Hurtado defiende la verdad estricta; pero la verdad alimenta el árbol de la ciencia, no el árbol de la vida. Iturrioz prefiere la vida; Hurtado la verdad, y por eso naufraga al final. Es, a su manera, un héroe de la ética y de la entereza, pero los héroes de una pieza se estampan contra la tramposa vida. Los new age lo han entendido, y por eso no buscan la verdad: buscan, desesperadamente, no naufragar; como casi todos.
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