Richard Bach decía que a veces, cuando hacía esas peligrosas acrobacias con su avión, pensaba en la posibilidad de morir, y no le daba miedo. Al contrario. Se sentía atraído por la curiosidad de descubrir qué había más allá. Es la ventaja de tener creencias mágicas sobre la existencia.
Sortear el miedo le impulsaba a jugársela sin contemplación en las piruetas del aeroplano, y, además, le daba pie a escribir unas obras tan amenas como delirantes que le hicieron millonario.
Nuestra especie ha compensado el duro peso de la conciencia con la ligereza poética del mito. Dichosos los que creen, confirmaría Unamuno, porque cuentan con un refugio ante la insoportable levedad del ser. Tal vez la mayoría no estemos preparados para el brutal espectáculo de la verdad; y cada cual lo elude, o lo atenúa, a su manera. Tal vez no pueda aguantarse la vida sin un cierto grado de inconsciencia o de locura. Tal vez no todos, o no siempre, podamos enarbolar esa lucidez entusiasta de Sísifo que nos proponía Camus. En cualquier caso, algunos, después de abrir los ojos, ya no podemos cerrarlos, ya no nos queda marcha atrás frente a la verdad. Y la única verdad evidente es el aeroplano hecho chatarra contra las rocas, el cuerpo destrozado entre el amasijo de hierros, la ausencia que no permitirá escribir nunca más un libro.
No sé si hay que envidiar a los trascendentalistas. En realidad, me siento como si formara parte de otra especie, perteneciente a un mundo a veces luminoso y otras cruel, donde la presencia surge y se consume y se va con el viento que en seguida borrará su huella. No hay trastienda, y aun menos eternidad, y sobre todo no hay motivos para creer en una u otra. Seguramente, por eso no soy aviador ni acróbata: porque no tengo con qué apaciguar el miedo. Un temor de fondo que lo impregna todo y le confiere a todo la sensación de ser ocasional y volátil, y que me adhiere a este quebradizo tesoro de la vida porque no cuento con ningún otro.
Anoche, no obstante, me sucedió algo curioso. Iba conduciendo de vuelta a casa por una pequeña carretera secundaria, envuelto en la quietud de las montañas en sombra, con el firmamento al fondo. Regresaba del hospital en el que mi madre se recupera de un percance del corazón. Tenía el ánimo en paz, con esa serenidad de los viernes por la tarde, cuando el poso de los días de trabajo entumece el cuerpo y la perspectiva del fin de semana nos permite desentendernos de las prisas y las preocupaciones habituales. Me acompañaba una música sosegada y envolvente que me libraba de pensamientos. No había otros coches, y el mío se deslizaba con marcha lenta, casi por sí mismo, como danzando entre árboles y rocas al ritmo de los giros que yo le imprimía con el volante. Me invadía un sopor tan dulce, tan despreocupado, que de pronto sentí la tentación de cerrar los ojos en la próxima curva y dejar que la máquina se despeñara por cualquier barranco hacia una hondura de quietud perfecta. Y no tuve miedo.
Cuando llegue el punto final, espero entregarme sin rechistar, sin desesperación ni resistencia. Como quien se abandona a un abrazo, como cada día nos sumimos en el sueño. No se puede seguir luchando siempre: al menos una vez, hay que ceder. Yo espero que hacerlo sea un inmenso alivio. Seguro que si anoche hubiese corrido un peligro verdadero, me habría aferrado a la vida, angustiado. Pero por un instante me concebí dispuesto a entregarme, quizá porque me sentía en paz. ¿Nos apegamos por miedo, o el miedo surge, como dicen los budistas, del hecho de apegarnos? Tal vez los incrédulos seamos redimidos por nuestros propios dioses.
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