El símbolo taoísta de la primavera, el que nos muestra ese libro sabio y poético que es el I Ching, es el mismo que el del trueno: yang yin yin, cerrado abierto abierto, luz o estampido sobre la tierra, que se disipa en un eco de atenuación y lejanía.
Bello simbolismo de esa explosión impactante y repentina que sacude la vida para que despierte y la abre luego a su florescencia; pero también, visto de otro modo, el estremecimiento que nos atraviesa y nos resquebraja, disgregándonos, para verternos finalmente al yin puro de la derrota.
Hay que tomar en serio a la primavera, el ímpetu de la vida que se anuncia en las violentas flores de almendros y cerezos. “¡Qué exigente llegó la primavera! Temo que mi enfermizo corazón se consuma en su fogata…”, cantaba María del Mar Bonet en una de sus más bellas composiciones, con una melodía de aroma medieval compuesta por Gregorio Paniagua. Una pieza que nos hace sentir esa ambivalencia del existir que aviva y a la vez consume, que nos pone contra las cuerdas para que lo demos todo y, en definitiva, para que nos entreguemos. ¡Ay de nuestro enfermizo corazón!
¿Estaremos a la altura del trueno? Hay muchos fragores en la vida, y todos son igual de inexcusables, de exigentes, de graves. En todos tenemos que echar mano de nuestras fuerzas para responder a un nuevo desafío, lleno de incertidumbre y sobre todo de requerimientos. Hay que cruzar esas puertas con ánimo alegre y confiado, pero no ingenuo, porque mucho será lo que se perderá y mucho será, también, lo que habrá que aprehender. Está bien que los temamos un poco, como hacían nuestros ancestros, que inventaron para ellos rituales de paso que proporcionaran apoyo colectivo al individuo desorientado, temeroso de chamuscarse en la hoguera de lo nuevo.
Porque el tránsito impone siempre grandes renuncias, al tiempo que, por el contrario, las ganancias son inciertas y están por venir. Por eso es importante dar abrigo al neófito, acompañarlo en pruebas que lo convenzan de su entereza y ofrecerle la promesa de los nuevos goces que vendrán. En los ritos de paso, la tribu entera está siempre detrás, exigiendo pero guiando, empujando pero bendiciendo; el iniciado no solo tiene la sensación de estar cumpliendo con su deber, sino que además comprueba que al hacerlo es consagrado como miembro de pleno derecho, y se le reconocen los mismos privilegios que a todos los veteranos.
Hoy estamos casi solos para afrontar nuestros tránsitos en la biografía, que sin embargo siguen siendo, en esencia, los mismos de siempre: la pubertad (paso del niño al joven), el matrimonio y la paternidad/maternidad (paso de la juventud a la madurez), la jubilación (paso a la senilidad y el declive) y, finalmente, la muerte (la de los que nos rodean y la perspectiva de la nuestra). Los mitos nos llegan en un formato mucho más descolorido y ambiguo, en forma de novelas y películas. Los ritos consisten en poco más que encuentros festivos alrededor de una mesa. Nuestra sociedad desarraigada y consumista nos tienta a considerar la vida casi de modo lineal, un ir tirando sin ciclos ni estaciones de tránsito, a menudo como un mero trámite burocrático, quitándole importancia a los abrumadores cambios que habrá que afrontar.
Y, sin embargo, en cada paso importante sigue zarandeándonos un trueno, un estallido que nos pondrá a prueba. Tendremos que despedirnos para siempre de las flores de la infancia y de la juventud, y afrontar los deberes de la madurez y las declinaciones de la ancianidad. Atravesar la vida siempre será difícil: mejor hacerlo despiertos y bien pertrechados.
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