Me lo pregunto a veces, como si fuera otro: ¿para qué tanto pensar, tanto escribir? Incluso siendo cierta aquella divisa de Comte-Sponville, “pensar mejor para vivir mejor”, vivir es lo primero, y para muchos tal vez suficiente. Pensar es en cierto modo un lujo, un entretenimiento a menudo baldío y, comparado con las urgencias de la vida, siempre ocioso. Dichosos los que viven a ras de tierra y con eso les basta.
Pero a mí no me basta, qué le voy a hacer. Soy así de raro y, desde hace algún tiempo, ya ni siquiera me siento culpable. El propio Comte-Sponville me da el argumento: “Filosofamos porque no somos felices”. Porque sufrimos, y alimentamos la esperanza de que, cultivando la lucidez, podremos aprender a dialogar con el dolor, hasta convertirlo en un viejo, familiar, íntimo enemigo.
De modo que escribo, sí, con la esperanza de aprender. Cuando estoy lúcido creo que logro enseñarme alguna cosa (aunque soy un alumno díscolo y caótico, y no siempre me hago el caso que debería). Llamadlo, si gustáis, al estilo de los místicos posmodernos, el maestro interior. Creo que, al menos en esto, aciertan: dentro de nosotros, en medio de una caterva de instintos ciegos e ignorancia primitiva, hay alguien que sabe bastante, o que puede saber si se le da la oportunidad y se le alimenta con las semillas adecuadas. Por mi parte, intento proporcionarle lectura y observación, a partes iguales, y de vez en cuando le presto un bolígrafo y un rato de silencio. Y a menudo tiene algo interesante que decirme: sugerente, al menos, para mí; ignoro si para alguien más. En estas páginas tenéis ejemplos, juzgad por vosotros mismos.
Escribo, pues, para hablarme, para escucharme, para saber lo que pienso. Una vez se lo oí decir, más o menos así, a Hannah Arendt en una entrevista, y me alegré de que una mente tan sabia compartiera conmigo esta necesidad, y la definiese con una precisión tan acertada que me sirviera a mí a partir de entonces. Mis escritos no solo son un diálogo interno: son las propias ideas cobrando forma y haciéndoseme manejables. El idioma como instrumento de la verdad, como la verdad misma; incompleta, provisional, incluso errada, pero la única que me es accesible: eso es para mí la filosofía.
Pero, si miro bien, aún encuentro algo más en esta pasión mía por escribir. Además de aprender, me parece que escribo —pienso— porque ahí fundo un territorio en el que puedo habitar sin sentirme extranjero, un espacio propio en el que me encuentro bien, donde descanso del arduo, tiránico, ineludible teatro de lo cotidiano. Al escribir puedo dejar de esforzarme por ser yo, y ser otro yo más verdadero que no me exige más esfuerzo que el de la honestidad y la palabra precisa; dos retos difíciles, sin duda, pero no tanto como la impostura obligada de las arenas cotidianas.
Al escribir me siento libre, y creativo, y aventurero, y dulcemente expectante ante el misterioso espectáculo del mundo… y de mí mismo. Escribir es mi abrigo y mi oportunidad para el reencuentro de eso que en mí suele verse obligado a callar, forzado a cumplir y a adaptarse. Así que escribo para descubrir mi verdadero yo, incluso para serlo por unos momentos o unas palabras; o para creer que lo soy. Filosofía, pues, más que testimonial o intelectual: ontológica, fundadora, existencial. Como la de Montaigne y Rousseau: un paseo, a veces sereno y otras inquieto, por el jardín trasero de mí mismo. ¿Egocentrismo? Seguramente. Pero tan inmediato, con intención tan sincera, que, al margen de su calidad final o su interés objetivo, quizá sea lo más verdadero que os puedo ofrecer.
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