En la magnífica película Dos hombres y un destino, unos bandoleros que se nos presentan como simpáticos llevan una vida más o menos placentera, dedicados con éxito al asalto de bancos y trenes. El día menos esperado, su paraíso se vendrá abajo con la irrupción de unos pistoleros a sueldo diestros, brutales, que los someten a una implacable persecución. Los protagonistas no dan crédito a la habilidad y la perseverancia de sus perseguidores. “Pero, ¿quiénes serán esos tipos? —exclama uno de ellos, perplejo, tras días de huida—. ¿Es que ni siquiera necesitan comer?” La pregunta, en labios de un criminal, es de una candidez estremecedora.
El director, que nos ha convertido en cómplices, nos hace sentir la desesperación de nuestros dos pistoleros, cada vez más exhaustos; deseamos que sus perseguidores se den por vencidos y los dejen en paz, o que encuentren un modo de salvarse; en cierto modo estamos huyendo con ellos. La larga secuencia cobra una altura trágica y existencial, y nos obliga a preguntarnos de qué huimos nosotros, quiénes son esos espectros casi invisibles que nos persiguen sin darnos tregua, y que —solo es cuestión de tiempo— acabarán por atraparnos. Obviamente, en última instancia se trata de la muerte, pero, ¿acaso no huimos también de la propia vida, del terror de la infancia, de la ausencia de amor, de nuestra propia condición irrevocable, de tantas cadenas como nos impiden sentirnos realmente libres?
Tal vez lo que defina ante todo a una persona sean los demonios de los que huye, eso que Jung llamó la Sombra. Los demonios nos caracterizan, seguramente, más que los placeres o las metas. Spinoza consideraba que “el deseo es la esencia del hombre”: tal vez el hombre se configure más por lo que teme o evita que por lo que anhela; al fin y al cabo, si nuestra naturaleza es perseverar, de lo que se trata en primera instancia es de no sucumbir. Se entiende, entonces, que el miedo sea una pasión mucho más urgente que el deseo o el amor. Lo primero, siempre, es huir o defenderse, y esos son los impulsos, a veces invisibles, que animan el esfuerzo más primordial.
Desde un punto de vista evolutivo y meramente biológico, no podemos dejar sin respuesta al peligro que nos amenaza y al miedo que nos sacude. Si se logra sortear la inminencia del peligro, uno tal vez consiga aprender el gozo y la resistencia en el amor. Pero si se pierde la vida, o la dignidad, o la seguridad, no hay lugar para nada más. Todo queda abandonado ante el apremio de lo que nos aterroriza; de ahí que el miedo esté en la base de todo aquello que nos limita y nos atribula en la vida. Nada puede florecer del todo sano mientras haya que centrarse en la premura de la huida, mientras siga presente la tenaza del miedo. ¿Y cuándo no lo está?
Buda comprendió que para que la vida fuese soportable había que empezar por calmar el miedo, sobre todo el miedo a la muerte, esa ante la cual dijo Epicuro que “vivimos en una ciudad sin murallas”; había que dejar de huir, y consentir en que lo temido nos alcanzara, cuando hubiese de hacerlo, para así serenar el ánimo y tolerar la existencia. Nos invitó, entonces, a dejar de identificarnos con el ego, que es nuestra principal fijación, y aprender a desapegarnos de todo. Nietzsche nos propone lo mismo pero al revés: amor fati, amémoslo todo tal cual viene, y tampoco quedará nada de que huir: “Conocer, afirmar la realidad, constituye una necesidad para el fuerte”. Porque, en definitiva, ¿adónde huiremos? El mundo es el que es, nosotros somos los que somos, y solo a veces podemos cambiar alguna cosa. No hay adonde ir: habitemos el instante.
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