Dos hombres, deambulando por un páramo, esperan a alguien que no conocen bien y que nunca llega. Entretanto, conversan sin interés sobre cualquier minucia, se aburren, se pelean, se lamentan; se preguntan por la posibilidad de suicidarse. Al contemplarlos, acomete la impresión de que, en el fondo, se trata de un hombre solo, mirándose al espejo, enfrentado a su propia soledad, entre la esperanza y la desesperación. Ya habrá quedado claro que hablo de Esperando a Godot, la clásica obra de teatro absurdo de Samuel Beckett.
Un joven militar es destinado a una vieja fortaleza en los límites de un desierto remoto. El baluarte fue construido para repeler un posible ataque de las hordas de unos enemigos desconocidos e invisibles, los tártaros. El joven sueña con la batalla que le permita ganar honor y con ascender en el escalafón militar. Pero en aquel extremo del mundo solo hay seres derrotados por el hastío y la mecánica rutina de la guarnición. El tiempo pasa y los tártaros no atacan, y el protagonista ve, indignado pero impotente, cómo su vida se convierte en un erial tan deshabitado e inhóspito como aquel en el que se le escapan los días. Ya se habrá visto que hablo de El desierto de los tártaros, estremecedora novela de Dino Buzzati.
No podemos decir que ninguna de estas dos obras nos reconforte o inspire ganas de vivir. Los adalides del pensamiento positivo tal vez recomendarían que las tiráramos a la basura: ¿para qué leer algo que no ayuda, que ni siquiera sugiere una ruta? La mente del ciudadano del hiperconsumo neoliberal no encuentra acomodo en escenas inquietantes que no se resuelven con alguna conclusión útil. Queremos respuestas, o mejor, queremos instrucciones que nos sirvan para algo práctico. En particular, para seguir funcionando correctamente dentro de la gigantesca máquina de producir-consumir. Útil sería, por ejemplo, que leer estas obras nos enseñara una lección que aplicar a nuestras vidas; o al menos que nos resultase entretenido. Pero, ¿quién tendrá hoy la paciencia de mirar a dos tipos perder el tiempo tirados en un pedregal, soltando lo primero que se les pasa por la cabeza? ¿Quién recorrerá dos centenares de páginas que tratan sobre un incauto que acaba resentido porque se encuentra atrapado y no es capaz de rebelarse?
Y, sin embargo, creo que a todos nos convendría leer estas dos obras de vez en cuando. Eso sí, siempre que no atravesemos una etapa depresiva o de amargo desencanto. Porque ni una ni otra nos ofrecen el menor agarradero; no encontraremos en ellas sombra de cobijo o apunte de consuelo. Estas dos obras son como dos espejos áridos que nos devuelven el absurdo y el vacío esenciales de nuestra vida, y nos dejan solos ahí en medio, a ver cómo nos las arreglamos.
No, en estas obras no hay ninguna respuesta, solo interrogantes que resuenan como un eco por peñascos desolados, como aquellos que rodeaban la cárcel de Segismundo en La vida es sueño. Pero lo cierto es que en nuestra alma también hay extensos páramos, y conocerse es asomarse a ellos, en lugar de eludirlos con fórmulas simplistas.
Porque todos vagamos por una estepa despoblada, aguardando algo sin saber bien qué es, cargados de ingenuas esperanzas y angustiadas desesperaciones. Todos salimos a la vida con ánimo heroico, hambrientos de batallas y de honores, y luego envejecemos comprobando lo poco que fuimos capaces de conquistar, atrapados por la monotonía y la arbitrariedad de nuestros horizontes limitados. En definitiva, todos estamos esperando: a un Godot que nos salve, a unos tártaros con los que medirnos; y es descorazonador que no venga nadie.
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