Es bien sabida la diferencia de actitud ante el ego (ese núcleo de personalidad con el que nos identificamos) entre la cultura oriental y la occidental. Joseph Campbell la describe bien: mientras en Occidente la sociedad nos anima, incluso nos conmina, a desarrollar un ego robusto y bien anclado en sí mismo, presto a hacerse valer y abrirse paso en un contexto social competitivo, Oriente rechaza el ego al entenderlo un obstáculo para la cohesión social (basada en la sumisión a la norma) y para el ideal máximo, que es la paz mental.
Ambas posturas responden a las intenciones y los usos del entorno, y en ese sentido no son comparables. Sin embargo, también tienen una dimensión existencial que vale la pena meditar. Los occidentales hemos descubierto que nuestra fijación al ego tal vez nos haga eficaces, pero a costa de la serenidad y la felicidad. Nos encontramos con la contradicción de que, por un lado, necesitamos ese ego fuerte, alimentado por el orgullo y el prestigio, para ganar un lugar adecuado en nuestras relaciones y nuestro trabajo; y, al mismo tiempo, comprobamos el precio que nos demanda esa postura, forzando a mantenernos vigilantes, a plantearnos retos y a medirnos constantemente. Esa tarea, que nuestra sociedad reclama como inexcusable, consume buena parte de nuestras fuerzas, y nos convierte en jueces compulsivos y permanentes de nosotros mismos, mientras protegemos celosamente nuestra imagen social; nos enfoca hacia los resultados, apartando a un lugar secundario los procesos, relegándonos a lo que Byung-Chul Han denomina “sujetos de rendimiento”. En definitiva, nos aboca a eso que desde Freud llamamos neurosis.
Lamentablemente, no podemos cambiar la sociedad en la que vivimos, ese monstruo global en que la ha convertido el capitalismo. Las utopías se nos han ido desmoronando, sabemos que no podemos esperar mucho de las instituciones, y apenas confiamos en el recurso de unirnos a otros para hacernos valer. Hemos aprendido a resignarnos, a aferrarnos a lo poco que tenemos (en función de la suerte o la destreza de cada cual) mientras aliviamos la conciencia haciendo clic en manifiestos cibernéticos o pagando la cuota de alguna ONG. Nunca fue tan fácil adherirse a un reclamo, nunca fue tan fútil.
Quizá por eso a menudo nos replegamos al exiguo reino que nos queda, intentando poner orden dentro de casa. Aferrándonos a aquel refrán de “a mal tiempo, buena cara”, conscientes de que el desquiciamiento social marca la pauta de nuestra vida e incluso, si nos descuidamos, se nos cuela hasta los últimos rincones, nos retiramos a nuestro interior con la esperanza de, al menos allí, fundar un espacio de sosiego y sentido, que luego, con esfuerzo, quizá logremos proyectar so-bre el caos circundante. Y es en el interior donde topamos otra vez con el viejo ego, y con su dramática ambivalencia.
Ya que no podemos renunciar a él, pues lo necesitamos, nuestro peregrinaje pasa más bien por inventar maneras de ponerle coto y que no nos arrastre. Incapacitados para descansar, empujados a mantenernos tozudamente activos, intentemos al menos no dejarnos la salud y la entereza por el camino. Podemos ejercitar el control como un marino al timón, aprovechando las olas en lugar de ir contra ellas, y maniobrando con el viento que no sople a favor. Hay que celebrar cada paso como un triunfo; y encajar con deportividad cada fracaso, sin reproches. Cultivar con celo el esplendor de amar y ser amado. Y, así, ir ajustando los remaches de nuestra autoestima, esa que asienta el ego y a la vez permite sobreponerse a él, pues convierte el orgullo arisco en blando afecto.
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