«No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer». Con tan feliz simpleza, Epicuro nos traza el mapa de una existencia grata y fructífera. Vivir, dice, debería ser gozoso: no siempre —cosa imposible—, pero sí en el fondo de los fondos; sí, también, mientras surcamos el oleaje de la cotidianidad.
Vivir tiene que ser una travesía amena que podamos afrontar con entusiasmo, comprometidos en tomar partido por la alegría. Sin gusto, el ánimo se abate y la fuerza se marchita. «Pues al menos yo no sé qué pensar del bien si excluyo el gozo…», insistía Epicuro. ¿De qué nos serviría un bien que no nos cautivara evocando otros bienes por venir? ¿De dónde sacaríamos las fuerzas para ganarlo y defenderlo? ¿Qué nos quedaría de él, después de las batallas?
Gozo, pues, como partida, y también como destino. No un gozo cualquiera: los hay que no merecen la pena, por irrelevantes o tramposos. Su valor no siempre es evidente: a veces se insinúa tras señales sutiles; algunos se nos dispensan fácilmente, otros hay que ganarlos con esfuerzo; a menudo tendremos que renunciar a unos para alcanzar otros. Cada disfrute tiene su precio, y ciertos precios no compensan. La prudencia debe guiarnos, ya lo avisaba Epicuro: “Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien”. Puede que los ardientes placeres de Sade llevaran a éxtasis alucinantes, pero casi todos acababan en la destrucción y en la autodestrucción. El verdadero gozo está hecho tanto de entregas como de renuncias, porque tiene que ver con ese equilibrio, ese “camino medio”, en el que tanto enfatizaron Aristóteles y Buda. La vida no da para mucho, la vida es difícil, conviene atenerse a sus reglas para no naufragar.
Hay que ser fuertes para disfrutar. ¿Cómo pudieron prohibírnoslo algunos moralistas? ¿Cómo pudieron despreciarlo los adalides del deber? Incluso la apuesta rigurosa por el bien, incluso el cumplimiento de las responsabilidades, cobran sentido únicamente si nos procuran algo de satisfacción. La última montaña que atraviesan los peregrinos a Santiago fue bautizada con el espléndido nombre de Monte del gozo: al fin podía avistarse la catedral, al fin se estaba a punto de alcanzar la meta, tras una larga ruta de penalidades. ¿De qué habrían valido sin ese vértigo de alegría?
Tal vez a los moralistas, tan preocupados por lo espiritual, les inquietaba la llamada a lo material que suele contener el placer. Porque todo placer, aun el más elevado, nos regresa al cuerpo: quizá por eso suele zigzaguear por la estrecha vía entre el embeleso y la repugnancia. En todo placer se presiente una cierta vuelta a la tierra, al barro originario, a la mezcla primigenia donde se confundía lo vivo y lo muerto. El placer es un rasgo que compartimos con los hermanos animales, y por eso nos remite a nuestra primitiva condición. Esa regresión, a veces brusca, asusta al moralista, que teme despeñarse desde las alturas de la trascendencia. Si se dejara caer sin miedo, seguramente descubriría la inmensa dignidad, la asombrosa dimensión de la “espiritualidad” de la materia, que es la única patria que permanece a nuestro alcance.
Gozo, pues, de habitar y fertilizar la tierra. Magnífico placer del amor y la sensualidad; triste placer pagado que mata el eros con la acumulación frenética. Placer de abrir los ojos por la mañana y recibir el regalo de otro día. Placer de la compañía y de la soledad. Placer, incluso, a veces, del propio dolor. ¿Placer, con suerte, de morir?
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