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Elogio del viejo Freud

El viejo Sigmund Freud, aquel vienés de levita, agrio y morfinómano, aunque nos huela un poco a naftalina, se resiste al olvido y no acaba de quedar pasado de moda. Cierto que ya hace tiempo que la psicología lo mira raro, por la falta de aval empírico de sus teorías. A la psiquiatría no le sale a cuenta su largo e intrincado tratamiento, así que mayormente ha optado por las pastillas, que resultan más baratas y no necesitan remontarse a traumas infantiles. Las pastillas no libran de un complejo, pero quién sabe si tenemos remedio. Por otra parte, ¿acaso el psicoanálisis ha arreglado a alguien, o más bien ha habido quien se ha curado a pesar del psicoanálisis?
La vigencia de Freud, más que en el poder sanador, está en la filosofía, y creo que es un valor que irá en aumento. El monumental trabajo teórico del barbudo doctor sigue pareciéndonos sugerente después de cien años. Freud pensó mucho y escribió bien, y sus obras nos ayudan a pensar a nosotros: sobre la dificultad de la vida, sobre nuestras contradicciones, sobre las sombras que guardamos agazapadas en los armarios. Quizá por eso nos seducen sus ideas: tienen una considerable densidad de imágenes impactantes, y nos cuentan historias que nos emocionan. Solo por eso ya valdrían la pena. 

Freud creó un sistema de enorme potencia narrativa, que evoca la grandeza de los mitos. De hecho, fundó para nosotros algunos mitos modernos, en los que deambulan poderes buenos y malos que libran batallas cósmicas en el humilde escenario de nuestra psique. Hay que reconocer el paralelismo con la religión judeocristiana: la propuesta de Freud sobre la condición humana tiene un algo religioso. 
A nadie puede dejar impasible, por ejemplo, esa lucha primordial que, según él, tiene lugar en nuestro interior a cada instante, un pulso de tres fuerzas innatas y heredadas: la ciega voracidad del Ello, la imposición rigurosa del Superyó, el esfuerzo equilibrador del sensato Yo. Esa pugna resuena con el mismo dramatismo con que experimentamos nuestros conflictos ocultos; nos resulta familiar, nos habla con el lenguaje de los espantos y los anhelos. 

Freud le restituye a nuestra mente su pathos, su carácter agónico. Leerle es como visionar un ciclo de películas tremendamente imaginativas, siempre cargadas de emotividad, donde nunca falta la diversión, el terror, la angustia, la culpa, el enfrentamiento y la amarga derrota aguardando al final. Nos concibió como un territorio repleto de personajes primigenios, maravillosos y terribles; de historias mágicas y atroces protagonizadas por fuerzas sobrehumanas. Intuyó, bajo nuestra existencia anodina, un magma en el que se dirimen grandes gestas y pavorosas colisiones. 
Por eso hay que considerar su trabajo una refundación del mito, una restitución de la literatura y del símbolo al alma humana. Los relatos fantásticos son proyecciones, con ingredientes eternos, de esas historias íntimas que nos aterran pero a la vez nos reconfortan porque las reconocemos como nuestras. Sentimos que hablan de esas verdades del corazón que, según Pascal, la razón no puede comprender. 

El fundador del psicoanálisis no deja a nadie indiferente: siempre ha suscitado acérrimas pasiones, tanto en su defensa como en su rechazo. Yo creo que le queda cuerda para rato. Porque nada nos atrae más que las pasiones y los misterios, y en ningún lugar intuimos pasiones y misterios más fascinantes que en nosotros mismos. Freud nos invitó a la epopeya de la mente, abriéndonos de par en par las simas de nuestro espíritu y esbozándonos un mapa para el viaje. 

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