La interacción social se basa en el intercambio (do ut des, toma y daca). En ello reside la motivación que nos aproxima unos a otros. Los niños lo aprenden pronto cuando comprueban que sus iguales no están dispuestos a ofrecerles lo que les piden con la gratuidad y la gentileza de los padres. Nos dirigimos al prójimo dispuestos a entregar algo (dinero, esfuerzo, colaboración, aguante, favor…, también amor) esperando que de vuelta nos llegue un bien, no necesariamente el mismo, pero sí de valor parejo.
Es la ley universal de la equidad, que rige a su vez, aunque en sentido inverso, para los intercambios negativos: la ofensa o la agresión despiertan su propio impulso de devolución, que no siempre puede darse de forma inmediata; de ahí algo tan inaudito, aunque coherente, como la venganza.
Pero todas las leyes tienen sus matices y sus transgresiones. El toma y daca nunca es perfecto: salvo en algunos ámbitos comerciales, no hay una medida universalmente válida que permita establecer el paralelismo exacto entre los distintos valores. Además, la mayoría de los intercambios no se completan en un instante determinado, sino que permanecen abiertos a respuestas futuras. La satisfacción recibida queda grabada en forma de deuda por el sentimiento de gratitud; la ofensa, condensada en rencor, aguarda pacientemente el momento propicio para el desquite. Ni una ni otro logran completarse en todos los casos, lo cual puede generar frustración: el deudor siente remordimientos, el ofendido puede verse intoxicado, decía Max Scheler, de frustración y resentimiento.
Estas ambigüedades salpican las relaciones humanas de fascinantes matices, a veces sabrosos y otras conflictivos. De hecho, para la mayoría, la intención de fondo es conseguir del otro al menos un valor similar al proporcionado, procurando, de hecho, recibir un poco más. Un pequeño margen de ventaja hace que nos retiremos satisfechos, y motivados para repetir sucesivos intercambios. En cambio, la convicción de haber sido explotado, o sea, de haber puesto más de lo que se ha recibido a cambio, genera frustración y, aun cuando no se resuelva en una reclamación directa, hará menos probable la reiteración de ese intercambio. Los intercambios estables son los que se atienen, al menos formalmente, a esa simetría que establece la ley de equidad: aquellos en los que ambos participantes se retiran satisfechos. Son los que interesan a los comerciantes, que por eso se esfuerzan por hacer sentir al cliente que ha salido ganando, tanto en el servicio como en el precio.
De la asimetría surgen, por ejemplo, la generosidad y el oportunismo. Pero una asimetría conlleva siempre inestabilidad: el generoso se cansa de serlo, y a los oportunistas se les cala pronto. La desventaja no puede ser permanente, y la ventaja no debe abusar: ya dice el proverbio que la avaricia rompe el saco. A veces uno cede mucho esperando que en algún momento se le devuelva espontáneamente, como sucede a menudo en las parejas. Si pasa el tiempo y eso no sucede, el dador va sumando resentimiento hasta que, más tarde o más temprano, se manifiesta la rabia acumulada y aparece el reproche. “Siempre tenemos que salir con tus amigos… Yo renuncié a un ascenso en el trabajo, ¿a qué has renunciado tú?” Cuando no se piden las cosas con claridad, estas explosiones de ira pueden resultar muy sorprendentes para el otro, que, aprovechado o inconsciente (miopía del egocéntrico), ignoraba las expectativas que estaba frustrando. Si deseamos mantener una relación, hay que prestar atención a lo que quiere el otro, siempre sin descuidar nuestros deseos, no sea que el exceso de generosidad nos hunda en el rencor.
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