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La verdad, aún

Es bastante propio de nuestra época, supuestamente escéptica y “deconstructora”, afirmar que la verdad no existe. Creo que los que dicen eso tienen razón, pero no la razón que aducen o que dan a entender. Creo que tienen razón empezando por su propia afirmación, que no es cierta.
Claro que existe la verdad, solo que resulta ser bastante más compleja, multifacética, sutil de lo que pensábamos. No existe, en efecto, la verdad arbitraria de los dogmáticos ni la retórica de los silogísticos. La tradición concebía una verdad monolítica, inmutable como un pedrusco. Esa es la verdad con la que, en el fondo, todos soñaríamos, principalmente porque nos resultaría tranquilizadora: esto es lo que hay, de una vez y para siempre; ahora solo se trata de ir afinando nuestra observación y nuestra reflexión para aproximarnos a su conocimiento. La modernidad entera, tanto en su vertiente empirista como en la racionalista, hunde sus raíces en esa esperanza. Triunfo de Descartes. 

Siempre hubo quien sospechó de esa premisa, pero fue Kant el que le dio la estocada más decisiva. “Después de Kant, el mundo es ciego”, hace decir Pío Baroja a Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia. Nunca sabremos si existe la verdad, porque el mero hecho de aproximarse a ella la modela, como las manos que agitan el lodo. “El mundo no tiene realidad; ese espacio y ese tiempo y ese principio de causalidad no existen fuera de nosotros tal como nosotros los vemos, pueden ser distintos, pueden no existir”. Nuestra percepción no es inocente, está condicionada por unos mecanismos muy concretos que construyen la realidad mientras acceden a ella. En cuanto tocamos algo para conocerlo, lo transformamos. 
La verdad, pues, quedó endeble y renqueante, o al menos recóndita, después de Kant. Eso podría habernos sumido en un absoluto nihilismo. “La verdad es una brújula loca que no funciona en este caos de cosas desconocidas”, sentencia el pragmático Iturrioz de Baroja. Otros, sin embargo, lograron sobreponerse. Les bastó con algo de humildad: quizás a la certeza le alcanzara con resultar sensata, no necesitaba ser absoluta. Al fin y al cabo, estamos acostumbrados: nada humano lo es. Así, se formularon ideologías y principios basados en certezas razonables, verdades al menos posibles y verosímiles. Se propusieron poderosas interpretaciones de la naturaleza y el destino humanos: Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, parecían capaces de fundar nuevas verdades. Se consagró ese formidable artefacto que es la ciencia: los científicos no se interesan tanto por lo que es (o sea, hasta qué punto lo aparente es verdadero) como por comprobar que sus explicaciones funcionen, y sirvan para predecir y manejar las cosas. 
Pero por debajo de esos entusiasmos fluye un creciente caudal de desasosiego. Cada vez son más los que desmitifican y cuestionan, los que relativizan y socavan. Darwin consagra la vieja visión de Heráclito de que el ser es un mero flujo incontenible. Schopenhauer intuye las oscuras, profundas fuerzas ciegas de la existencia. El propio Nietzsche mata a Dios y ensalza al hombre sin curarlo. Freud concibe las entretelas primitivas de lo humano. Adorno y Horkheimer denuncian el inusitado, horrible reverso de la razón. Los existencialistas proclaman el absurdo. Los viejos órdenes parecen contener en su interior la semilla del caos. 
A finales del siglo XX se siente que se ha llegado al final de la Historia. Los filósofos más críticos sacuden los cimientos de lo que quedaba en pie. Foucault pone en duda la propia idea de sujeto cartesiano, revalidando escepticismos sobre el Yo que Oriente ya sostenía desde hacía siglos. Lyotard y los posmodernos proclaman el fin de los grandes relatos, y se afanan en su deconstrucción sin tener muy claro si queda algo entre los escombros. Se renuncia definitivamente a la verdad, a la episteme; es la hora de la doxa triunfante: la mera opinión, la multiplicidad de verdades. Que cada cual conciba la suya como quiera y pueda. 

El problema es que, descartada por completo la baza de la verdad, lo único que queda para ordenar el mundo es el poder. Desnudo, implacable como un hacha afilada dispuesta a imponer su ley sin cortapisas. El neoliberalismo, esa versión tiránica del capital, no se lo ha pensado dos veces; es el nuevo Leviatán, solo que en su versión más cínica y descarnada. Al servicio de las oligarquías, destroza el mundo, cronifica la guerra, aplasta al ciudadano reduciéndolo a mero utensilio. Insistamos: después de la verdad, como después de la norma, no queda la libertad, sino la ley de la selva. 
El poder, por otra parte, quiere acorazarse, blindarse, hundir bien hondo sus tentáculos. El poder se reviste de justificación, pero solo para disponer de una perpetuidad más elaborada. Por eso, inventa e impone su propia verdad. La deconstrucción de todos los intentos sinceros de verdad le ha allanado el terreno, ha dejado el vacío perfecto para que él lo colme con la suya. Nos encontramos, así, en la paradoja de que la renuncia absoluta a la verdad acaba en la imposición de una “verdad” con ínfulas de absoluta. 

¿Se tratará, entonces, de revitalizar la Verdad (hay que tener cuidado con las mayúsculas) a cualquier precio, como se refugia el desamparo a los pies de un nuevo ídolo? Por supuesto que no, eso es justamente lo que hace el poder, plantar sus colosales ídolos para que no se nos ocurra cuestionarlo. No, no se trata de volver atrás, sino de ir hacia delante, empezando por mantener la saludable postura crítica de cuestionarlo todo. Pero esa postura tiene que servirnos para dar con dudas metódicas y certezas razonables, es decir, para edificar verdad. Sin mayúsculas, pero con rigor y con ánimo constructivo, no meramente “deconstructivo” —¡qué mísera una filosofía que consiste en la mera demolición!—. 
Ahora que hemos completado el círculo, ahora que hemos abierto los ojos, tenemos la oportunidad de encarar la verdad de otra manera. Podemos aprender de los científicos, y componer certezas que, sin dejar de parecernos válidas, sabemos siempre discutibles y provisionales, siempre abiertas y dispuestas a ser cuestionadas, siempre listas para ser puestas a prueba. Una verdad ni rocosa ni líquida, más bien arenosa, una verdad que nos espera en nuestra playa de náufragos, sobre la que podemos caminar sin hundirnos aunque cada uno de nuestros pasos redibuje su geografía. La verdad sigue ahí, son nuestras miradas las que tienen que explorarla siempre desde nuevas perspectivas. Como el mar de Paul Valéry, inmensa y presente, pero siempre volviendo a empezar. 
En definitiva, ¿no ha sido así siempre la verdad? ¿No nos ha planteado siempre más preguntas que respuestas? Y, en cada respuesta, ¿no hallábamos el germen de nuevas incertidumbres? ¿No sabíamos que el pensamiento, por mucho que avance, no se agota, como no se detienen la propia vida ni el propio mundo? El camino existe, y hay que recorrerlo; lo que no tiene es fin.

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