No somos héroes. En algún punto de la infancia tuvimos que renunciar a la omnipotencia y admitir que nuestra madera está atravesada de fisuras. Es bueno descubrir que uno ni es el más amado, ni es el mejor amante, como cantaba Llach. Así se evitan muchos delirios y muchos desencantos.
Sin embargo, en nuestra nostalgia siempre pervivirá la añoranza de una grandeza excepcional, y quizá por eso nos pasamos la vida atribuyéndosela a otros. Verla en un genio o en un deportista nos devuelve la esperanza de que hayan quedado joyas ocultas en nuestra pequeñez. Ansiamos actores que escenifiquen la altura que nos falta. De ahí que nos guste tanto concebir personajes mitológicos, y que aún nos entusiasmemos leyendo las historias de Aquiles frente a Troya, los doce trabajos de Hércules o las hazañas de Sir Perceval en busca del Grial. Hizo falta que viniera Don Quijote a abrirnos los ojos sobre el revoltijo de esplendor absurdo y mísera realidad que caracteriza la naturaleza humana.
Pero el hambre de heroísmo pervive en nuestro imaginario. Los relatos siguen avivando esa galería egregia de seres excepcionales que añoramos. Ayer vi la película Los intocables de Eliot Ness. Al acabarla, uno tiene la impresión de haber asistido a la gesta de una tropa de héroes griegos, al estilo de los argonautas. Ness se nos presenta como el luchador intachable, entregado a sus principios contra viento y marea, que hace triunfar al bien enfrentándose, inmune a los riesgos, al monstruo Al Capone, imponiendo finalmente la justicia.
La película nos deja el buen resabio de los relatos épicos, vivos aún en los sueños de nuestra sociedad pragmática. Sin embargo, si nos informamos un poco, el principio de realidad echa un jarro de agua fría sobre esa grata idealización, devolviéndonos a las fronteras de lo humano.
Tal vez Eliot Ness fuese un funcionario responsable y valiente, y no se puede quitar valor al trabajo que él y sus “Intocables” (apelativo grandilocuente donde los haya, promovido por el propio Ness) hicieron a favor de una sociedad libre de las tiranías del crimen. Como Ulises, demostró ser perseverante e ingenioso, y hubo de tener redaños para enfrentarse a un imperio de la mafia tan poderoso y enraizado en la sociedad de Chicago como el de la banda de Al Capone. Pero no dejaba de ser humano, demasiado humano, y entre sus motivaciones es probable que no faltaran la ambición y el oportunismo. No se lo vamos a reprochar: la deuda de la sociedad con él sigue siendo la misma. Pero vale la pena deconstruir, como dirían los posmodernos, los excesos idealistas de su relato.
El trabajo de Ness, su planificación y la información en que se basó fueron apuntalados por muchos otros agentes que trabajaron en la sombra. Los Intocables se dedicaron a organizar redadas contra las cervecerías y destilerías que alguien les indicaba. A pesar de las amenazas, lograron desmantelar muchas de ellas, escabulléndose prodigiosamente de los intentos de matarlos por parte de los gánsteres. Se reunieron pruebas suficientes sobre la evasión de impuestos y la venta de alcohol para procesar a Capone, que acabó en la cárcel. Culminada la hazaña, Ness se fue con la música a otra parte.
Desde entonces, las cosas no fueron bien. Fracasó en misiones importantes, dimitió tras un accidente de coche bajo el efecto del mismo alcohol que confiscara. Trabajó en una empresa de seguridad y fue despedido a los tres años. Presentó su candidatura a la alcaldía de Cleveland y no lo eligieron. Murió de un infarto a los 54 años. La literatura y el cine forjaron su mito: tal vez solo haya héroes en la vacilante memoria.
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