Freud entendía que el Eros, aunque de esencia sexual, es una energía que impregna todos los aspectos de la vida, que la mantiene activa y la empuja hacia la autoconservación y la expansión a través del placer. El Eros es la fuerza que nos adentra apasionadamente en la fiesta de vivir, es la pulsión de vida exuberante que, salvando las distancias, podríamos equiparar al conatus de Spinoza.
Eros: el impulso, la alegría, la pasión, el latido… Sin él, seríamos una masa amorfa, un simple episodio de la facticidad, indistinguible de tantos otros. Sin Eros no habría anhelos, ni luchas, ni conquistas, ni esfuerzos. Sísifo yacería derrumbado junto a la roca, o más bien aplastado por ella. El universo quedaría detenido, disipándose en la frialdad sin tiempo de la nada.
Cierto que Eros parte en dos el silencio y no deja en paz al alma, fundando esa locura llena de ruido y furia que es la existencia. Pero ese y no otro es nuestro destino: él es el que nos une y nos enfrenta, el que nos quema en la pira del amor y nos hace renacer de las cenizas, el que nos lanza hacia el futuro y acaba por estrellarnos en el muro de la muerte. ¡Pobre del que deje languidecer a Eros, pobre del que renuncie a él a cambio de sosiego! Se sumirá, inerte, en un pantano de ausencia donde no llegan los heraldos de la vida.
Donde hay erótica hay energía, pasión, impulso, creatividad: en definitiva, la fuerza del placer y el gozo de la fuerza. El placer es quizá la motivación primaria, como han demostrado los psicólogos experimentales, y en esto Freud tenía razón; también, mucho antes, Epicuro. Por placer se movilizan ímpetus que desconocíamos, o que sencillamente no existían antes de que él los convocara. Pero, además, el ejercicio de esos envites, en sí mismo, es quizá el mayor placer, y en esto acertó Spinoza: “Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar, se alegra”.
Así que la erótica nos hace florecer antes y después de desplegarse. Incluso se diría que hay más felicidad y energía antes de la realización de nuestros gozos, en su expectativa y presentimiento, que mientras los estamos recorriendo, y desde luego más que después, cuando la memoria los evoca con gratitud, pero también con nostalgia. Hay que aprender a apaciguar ese vacío que deja el final del placer, que es una pérdida.
Pero aquí lo que nos ocupa es el poder movilizador de la erótica, y el limbo estéril en el que nos sume su ausencia. Sin el impulso de una misteriosa erótica, yo no dedicaría mi esfuerzo a escribir estas reflexiones. Y las singladuras más firmes naufragan cuando les falta. El amor languidece hasta desvanecerse: nada hay que atraiga menos que un intercambio sin el juego, la seducción, la alegría de la erótica; nada hay que nos inspire más hastío y desazón. El amor blando, el de la pena y la compasión, puede inspirar el eros de la solidaridad, que gravita en la ética y en la satisfacción con uno mismo; pero desde luego no despertará la erótica de las pasiones, ese juego que chapotea en la voluptuosidad y la sugestión.
¿Se puede inventar una erótica deliberada? Seguramente no. Pero, como a todos los dioses, a Eros también se le puede invocar cuando está ausente. Los dioses son caprichosos, y los humanos torpes a la hora de llamarlos; pero aquellos sienten debilidad por las debilidades humanas, sobre todo cuando estas van cargadas de devoción y de apasionamiento por la vida. La voluntad, la apuesta arriesgada, la paciente conquista, pueden llegar a conmover a Eros y ganar sus favores. Los seductores lo saben, y saben hacerlo valer.
Hay mucha sabiduría en todo lo que dices, y me veo reflejado en cada reflexión. Como si estuviésemos subiendo una escalera, que sería la vida, y nos fuésemos encontrando en los mismos rellanos, escalón más arriba o más abajo. Según el piso donde estemos, nos vienen a la mente pensamientos muy similares, como si fuese lo que conlleva ese tramo de vida.
ResponderEliminarAl hilo de Eros, solo comentar que algo debe estar pasándome, porque paseo a diario por Barcelona y lo que percibo y observo a cada momento, es que la evolución hace un trabajo espectacular. Se diría que en este tramo no existe ni una sola mujer fea.
Precisamente hoy pensaba en esa fuerza con que nos acomete la belleza. Es casi un impacto físico, a veces reconfortante como un rayo de sol y otras impetuoso como una ráfaga de viento. Los antiguos hicieron bien en atribuirla a un dios: hay en ella algo siempre misterioso, sobrecogedor, inquietante... Se supone que todo está en nuestra mente, pero dan ganas de creer que Eros vive en algún lugar sutil entre nosotros y el mundo, y nos llama y nos zarandea desde allí. ¡Sigamos subiendo la escalera!
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