Epicuro ya nos enseñó que no hay felicidad sin amistad, hasta el punto de considerarla uno de los puntales de su comunidad filosófica. En realidad, no hizo más que recalcarnos, para que no dejemos de contemplarlo y no lo olvidemos, algo que todos sabemos desde el corazón.
Todos reconocemos, espontáneamente y desde muy pequeños, la intensidad festiva y luminosa que nos procura la complicidad de un amigo, y cómo esa compañía puede sacar lo mejor de nosotros mismos y disipar las sombras que nos inquietan.
Es probable que la cima del proyecto ético sea el amor a la humanidad, eso que los griegos llamaban ágape, y que los budistas extienden a todos los seres en su doctrina de afecto universal y compasivo, la bodichita. Sin embargo, esas afecciones no dejan de resultar más bien remotas y abstractas, y dependen en buena parte de una voluntad deliberada y una elección racional. En cambio, la amistad, la philia griega, simple y mansa, surge de la simpatía espontánea, de una confluencia fundada en la admiración y la sintonía mutuas; se basa en la presencia y se mantiene pegada a nosotros como un suave aroma de contento que lo impregna todo.
La amistad es un sentimiento transparente y directo, un despertar del ánimo, un movimiento del afecto, un reconocimiento de la otra persona que la va convirtiendo en algo nuestro. Pocos la han alabado con más finura que Montaigne: “Nuestra libre voluntad no tiene otro producto más suyo que el afecto y la amistad... Es un calor general y universal, que permanece templado e igual, un calor constante y sentado que es todo dulzura y delicadeza, que no es ávido ni punzante.”
Claro que la amistad, aunque brote como un fruto selecto de la generosidad, no es gratuita. Igual que las plantas, florece sola, pero luego hay que cuidarla; porque, como todo lo valioso, es una excepción de frágil belleza alzada frente a un mundo que, desde el principio, conspira contra ella. Ya avisa el viejo refrán que nos aseguremos de no dejar crecer la hierba en el camino del amigo.
La vida es compleja y difícil, y tiende a enredarnos en sus exigencias. Los sucesos nos alejan y nos absorben, los días traen sus trabajos y nos cansan, y el tiempo pasa deprisa. ¡Cuántos amigos nos vamos dejando por el camino! Por no haberlos cuidado lo suficiente, o porque el cambio de las circunstancias nos cambió también a nosotros y acabó por desvaír nuestras complicidades. Lo más arduo de la amistad no es su fundación, aun siendo excepcional; es el paciente, fiel, perseverante y delicado trabajo de jardinero que requiere su preservación.
Por eso, si la amistad merece siempre ser celebrada, mucho más lo merece una amistad antigua que hemos sido capaces de conservar a contrapelo del tiempo y su desgaste. Los viejos amigos son monumentos recios y formidables que, aun cubiertos por el musgo y erosionados por la lluvia, aun heridos por los golpes del desencuentro y agrietados a causa de las sacudidas, han llegado hasta nosotros como vestigios de felicidades antiguas, que quieren restituirnos después de tantas tormentas y batallas para iluminar nuestra melancolía. Los viejos amigos son testigos y cómplices de una aventura de alegría que ha sabido mantenerse viva, mano a mano (pues en el amor son siempre dos los que triunfan o fracasan), sobreponiéndose a los altibajos de la accidentada biografía.
Y eso es un don excepcional que hay que saber estimar en lo que vale, un tesoro que hay que agradecer a los dioses y honrar como merece. Un reencuentro es un milagro, y hay que celebrarlo con la fiesta más florida.
Comentarios
Publicar un comentario