“Eso que pasé yo, no quiero que lo pasen mis hijos”. Esta épica afirmación aparece a menudo en boca de los heroicos padres de nuestra generación. Nadie duda de que la voluntad que la inspira sea buena, pero no queda tan claro que lo sean sus consecuencias.
De entrada, ya suelta un incómodo sabor de revancha, o, sin ir tan lejos, de menosprecio: nosotros, que somos más modernos y más civilizados, quizás incluso más amorosos que nuestros padres, los superaremos en nuestra tarea de paternidad. ¿De veras lo hicieron tan mal, cuando precisamente de su cuidado salieron nuestras supuestas virtudes, más avanzadas que las suyas? Pero, sobre todo, ¿realmente estamos capacitados para hacerlo mejor?
Nuestro derroche de buena voluntad contrasta con el panorama, más bien problemático, que hoy presenta la infancia. Proliferan desajustes sociales y psicológicos, y los terapeutas infantiles empiezan a no dar abasto. No digo que sea culpa de las familias, esa sería una cínica simplificación. La sociedad cambia, a menudo para mal, y todos vivimos en ella. Es difícil aislar responsabilidades. Yo aquí solo quería reflexionar sobre esa obsesión amantísima por evitarles a nuestros hijos todo lo que pueda parecerse a incomodidad y sufrimiento. Porque me temo que no solo resulta imposible, sino que ni siquiera parece favorable para su madurez, que es, al fin, lo que ha de capacitarles para adaptarse bien a los desafíos de la vida.
Dificultad, carencia, frustración, son experiencias que preferiríamos ahorrarles a los niños: desearíamos mantenerlos en un mundo perpetuamente grato y afable, una tierra de Jauja donde los deseos se cumplieran fácilmente, y no hubiese lugar para el miedo, la crueldad o la violencia. En contraste con esa dimensión utópica, que solo puede sostenerse creando una burbuja artificiosa alrededor del niño —y eso ya tiene algo de despotismo—, la vida de nuestros hijos nunca estuvo más llena de violencia simbólica, en escenas de películas y tramas de videojuegos. Los profesores no saben cómo maniobrar con las conductas disruptivas y los conflictos de sus alumnos, y el acoso se extiende como una estremecedora pandemia. No está claro que la infancia de hoy sufra más violencia que la de otras épocas, pero sí parece que sus protagonistas cuentan con menos recursos para regularla. ¿Será porque no les hemos enseñado, ni siquiera les hemos dejado afrontarla por sí mismos?
Vivir al margen de las dificultades es, a la larga, una debilidad. La vida es difícil, y negarlo no lo evitará: al contrario, lo hará más traumático. Los problemas y las frustraciones llegarán de todos modos, solo que, en lugar de constituir oportunidades para fortalecerse y crecer, significarán solo un tormento para unas criaturas acostumbradas a que todo les venga mascado, unos chavales que no han tenido ocasión de superar el narcisismo y aún alientan fantasías de omnipotencia. Pero un día tendrán que abrir los ojos: ¿qué harán cuando descubran que no son tan buenos como pensaban, y que tampoco lo son sus idealizados padres? ¿Cómo se emanciparán de nosotros, si no pueden siquiera criticarnos sin culpabilidad?
Hemos rechazado demasiado deprisa la disciplina, sin pensar que proporciona un contexto sólido y coherente en el que uno sabe a qué atenerse y contra el cual puede rebelarse. Sin disciplina, el ego no tiene noción de sus fronteras, y se desparrama por el mundo; en otras palabras: uno queda atrapado en un narcisismo incompetente que, al topar con sus limitaciones, implosiona en frustración. Los niños no quieren ser mimados: quieren crecer. Y para crecer también hay que sentir el dolor y afrontar la lucha.
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