Ir al contenido principal

La tarea de la bondad

Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino sólido y duradero, y más hermoso por sus partes más escondidas; descubrámoslo. No está lejos: se encontrará. Séneca.

Solo lo artificial es bueno. Pío Baroja.


¿De dónde sale esa apasionada (y a menudo traicionada) obstinación por ser buenos? No sé si somos o no buenos por naturaleza. Hay días en que el espectáculo humano me parece que confirma a mi querido —¡y tan cuestionable!— Rousseau, y la gente parece decantárseme a su idea de bondad innata; y mañanas en las que me levanto pesimista o indignado, y me siento mucho más cerca del lúgubre —¡pero tan lúcido!— Hobbes. ¿Nacemos buenos y la sociedad nos pervierte, o somos homini lupus de forma innata y la sociedad es, por el contrario, un inmenso esfuerzo de contención y reconducción de nuestra iniquidad?
Sé que esta es de esas preguntas sempiternas que toda persona seria —y todo filósofo acreditado— se ha planteado alguna vez. No tiene, por tanto, nada de original, ni aspira a desentrañar verdades nuevas. Casi todo lo que se le podía responder ya se ha propuesto. Pero, precisamente por ello, no es una cuestión cerrada, y cada cual tiene que encararla por su cuenta, y tomar partido —aunque las dudas permanezcan— por una postura que le oriente para seguir adelante. La filosofía es eso: seguir pensando, a partir de lo pensado, y construir una incertidumbre propia, en lugar de atenerse a las de los demás. 
En realidad, puede que la cuestión de si la bondad es o no innata no sea la realmente importante. Al menos, a mí no es la que más me interesa. ¿Obedecen a fuerzas innatas los actos con los que lleno mis días? ¿Está ya decidido de antemano lo que creo decidir por mí mismo? Seguro que, en buena parte, sí, pero eso ni me ayuda ni me excusa: como decía Sartre, al final, de todos modos, he de elegir, y mientras elijo siento que soy yo el que decide. En definitiva, ningún determinismo me exime del deber ni de la responsabilidad. Cuando acepto lo impuesto, sea por las fuerzas naturales o por el ambiente, estoy eligiendo aceptar: podría rebelarme, y de hecho a veces lo hago, aunque resulte estéril. Mi vida es mía, incluso en lo que no controla, pues no tengo otra; y sobre todo es mío el modo en que le respondo, en que me posiciono ante ella y juego con las cartas que me reparte. 

Al mundo y a la vida les trae sin cuidado que la bondad sea o no innata. Ellos siguen su rumbo ciego y carente de intención, su despliegue de fuerzas entre la nada y la nada. Epicuro ya lo insinuaba de forma elegante: los dioses, de existir, tienen su propia dimensión colosal y recóndita, ajena a los devaneos de lo minúsculo. Ni les preocupamos ni tienen que preocuparnos. No podemos esperar de ellos más intención que la de su propia realización, que solo es la nuestra porque formamos parte de un mismo todo. En la práctica, pues, no existen para nosotros: este es el ateísmo más lúcido y más poético que se ha concebido, y nos tiene que hacer pensar sobre las propias leyes que, supuestamente, se le han impuesto a la naturaleza. Lo bueno y lo malo nos conciernen tan solo a los seres humanos, son valores nuestros y a nosotros nos corresponde establecerlos. 
¿Importa, entonces, si somos buenos o no por naturaleza? Lo único relevante es que la bondad nos preocupa; que nos importa entenderla y aplicarla. Si ha surgido de nosotros es porque algo de ella debemos llevar en nuestra condición, pero la respuesta que demos a su llamada depende de nuestra voluntad: es un constructo, un artificio. 
Nuestros primos animales nos sirven de espejos. Como decía Spinoza, cada ser se esfuerza por perseverar en su ser; y eso incluye hacerlo a costa de otros. Los animales compiten y luchan, pero también colaboran y hasta se socorren. Muestran conductas altruistas. ¿Contradicción con el principio spinoziano del conatus? En absoluto. Principio de equidad: do ut des, te doy para que me des. Ayudar hace más probable ser ayudado. Esta es una tendencia propia de los animales gregarios, que se valen de un código para actuar juntos. Pero incluso las flores les regalan su néctar a las abejas para que estas las polinicen; se toman la molestia de ofrecerles un banquete, y gracias a ello se reproducen más fácilmente. Podríamos decir que la planta que organiza el convite más generoso es la que tiene más probabilidades de conseguir descendencia. ¿Es por eso más buena? No, solo es más eficaz. Un principio evolutivo que nada tiene que ver con la moral, y que también puede aplicarse al pájaro que sacrifica su vida para avisar a sus compañeros de la presencia de un depredador: él morirá, pero sus descendientes tendrán más probabilidad de sobrevivir. Como diría Dawkins, es cuestión de genes egoístas. 
¿Podremos aplicarlo del mismo modo a la bondad humana? En su esencia más elemental, hay que pensar que sí. Si nuestra especie empezó a actuar de un modo altruista es porque eso favorecía la colaboración y la cohesión de los grupos, y los individuos de esos grupos acabaron perviviendo, mientras que los otros, los puramente competidores y oportunistas, se extinguieron. Hasta aquí no hay ninguna intervención de la voluntad. La diferencia es que el hombre decide dar un paso más, y convertirlo en un valor que rija su vida; decide consagrarlo como un principio ético. 

¿Qué razón tendría para hacerlo, más allá de su utilidad práctica ya establecida por la evolución? ¿Por qué habría que pretender ser más “bueno” que lo que ha fijado la propia naturaleza? Ningún otro ser, que sepamos, ha dado ese salto. Pero ningún otro ser, que sepamos, ha sometido su conducta a un juicio de valor, o, dicho con otras palabras, aquí es donde entramos en el terreno estrictamente humano de la ética o la moral. 
En el animal, incluidos nuestros antepasados, el altruismo no implica ninguna bondad. El animal está más allá del bien y del mal. Por consiguiente, no tiene sentido preguntarse si somos buenos por naturaleza, pues la naturaleza, decimos, no es buena ni mala. El bien y el mal cobran sentido desde el momento en que nos hacemos estrictamente humanos, y aparecen dos características rigurosamente artificiales (y complementarias): la conciencia y la libertad. El ser consciente de sí mismo es aquel capaz de efectuar una escisión interior que le permita observarse como objeto, y por tanto, someterse a juicios de valor. El ser libre es aquel que elige, esto es, que sabe lo que hace y que lo hace voluntariamente. La conciencia nos permite juzgarnos; la libertad nos hace responsables. Así, distinguimos entre lo deseable y lo rechazable, y optamos por preferir lo primero a lo segundo. En esa confluencia de conciencia y voluntad se gesta la ética como proyecto. 
Sin embargo, falta un ingrediente esencial: la sociabilidad. Porque nada humano sucede exclusivamente en el plano individual, todo se enmarca en un contexto de convivencia, de destino compartido con otros. La condición social, en sí, es una característica natural, como prueba la diversidad de especies que se agrupan y se organizan de modo gregario. En el hombre, sin embargo, cobra unas dimensiones únicas, ya que es una sociabilidad consciente y libre, regulada por instituciones y sujeta a valores y a normas compartidas. En otras palabras: el carácter social del hombre se traduce en una cultura, y toda ética individual estará enmarcada, necesariamente, en una moral colectiva. Los criterios que distinguen lo bueno de lo malo son compartidos, como lo es el juicio de valor que califica moralmente cada acto. Y lo es también la motivación, ya que la sociedad nos reclama un comportamiento “bueno”, según sus parámetros. 
Nos preguntábamos con Rousseau y Hobbes si la sociedad nos corrompe, en el sentido de empujarnos hacia lo “malo”, o si más bien nos infunde aquello que podamos tener de bondad; y hemos de responder: ambas cosas, puesto que ninguna de ellas precede a la condición social del ser humano. La convivencia organizada es el germen y el escenario de la moral (como lo es de la conciencia, de la libertad y de la voluntad). Incluso cuando está solo, el ser humano lleva en sí el referente de los parámetros morales que le ha transmitido la cultura, según los cuales ha construido su identidad y su arquitectura de preferencias y rechazos: Robinson, en el fondo, nunca está completamente solo. 

Y, no obstante, la función ética se ejecuta en un plano íntimo, individual. Cada cual, en último término, se planta a solas frente a su conciencia y su libertad, y allí es donde opta por encaminar sus pasos hacia lo que considera bueno o malo. En todas las culturas vemos esta dicotomía entre lo ascendente y lo descendente; y todas avisan de que lo ascendente es arduo y trabajoso, y en cambio lo descendente es fácil, al menos en su ejecución, no tanto en sus consecuencias. Lo correcto se divorcia así, definitivamente, de lo puramente fáctico, y entra en la esfera de la aspiración. La ética se perfila como una tarea, como vino a decir Ortega; un objetivo estrictamente personal que no nos viene dado, que hay que madurar y conquistar; una labor que requiere un trabajo, y en la que por tanto habrá errores y grados de excelencia, etapas de desorientación y herramientas más o menos apropiadas para el cultivo. 
“Hemos decidido que sería bueno que fuéramos seres dignos, e intentamos comportarnos como si lo fuéramos ya”, glosa J. A. Marina con poética contundencia. La bondad no es un fenómeno, ni siquiera una cualidad: es una obstinación. La valiosa dificultad de la ética imprime un esfuerzo añadido a la vida, confiere un plus de dramático arrojo al destino humano. El mito de Sísifo, como nos señaló Camus con tanto acierto, es en este sentido su metáfora precisa: el quehacer repetido e inacabable, la pasión entusiasta y a la vez trágica por el convencimiento de que no dejará huella, la carne sudorosa aplastada contra la roca, el duro, descorazonado remontar… Nos hemos empeñado en luchar por lo bueno, en levantarlo por los crueles repechos de la facticidad, a pesar de la tentación de lo malo, de la pereza que nos invita a conformarnos con lo mediocre. Hemos resuelto seguir siempre, volver a empezar las veces que haga falta, y cifrar en esa ilusión el sentido de la existencia. “El esfuerzo mismo por llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”, nos anima Camus. Si alguna vez nos parecimos a los héroes fue en esa hermosa, loca, formidable decisión.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado