Ir al contenido principal

Sentimentalismo

A veces me tomo alguna licencia sentimental, como quien adereza con un condimento la comida. A veces me permito breves melancolías por disfrutar del plácido aturdimiento de la nostalgia. A veces me dan pena la bondad derrochada o el esfuerzo perdido, sobre todo cuando son los míos, y me estremezco con misericordias inconsolables.
Pero por lo común el sentimentalismo me dura poco. Me empacha en seguida y se vuelve un engrudo difícil de tragar. En general, el sentimentalismo huele a rancio y suena a hueco, y cuando alguien se me acerca con aire sentimental me pongo en guardia, no vaya a querer tomarme el pelo, manipularme a su favor, estafarme lo que no sabe ganar con el alma abierta. Lo mismo, por supuesto, vale para mí, que soy el embaucador más ladino que conozco: cuando me descubro hablándome lloriqueando, me pregunto qué excusas voy a ponerme para justificar un nuevo capricho, o para esquivar la incomodidad de una frustración, o para atacar de un modo pasivo-agresivo. 

Poca gente más peligrosa que la que alardea de su condición de víctima, pues a menudo reduce a los demás a víctimas de ella. Pocas lágrimas más sospechosas que las que buscan público: quien llora de verdad huye de los escenarios. Los heridos sienten el pudor de la impotencia, y nada les duele más que exponer su dolor. Además, prefieren vivir a sufrir. 
Y es que el sentimentalismo es un exceso, y los excesos suelen disimular otros peores. Las tragedias verdaderas nos devastan, de entrada nos dejan sin palabras ni lágrimas para lamentarnos. Las impostoras son licencias poéticas que suelen allanar el camino a la crueldad, como decía Robert Johnson. Quien se compadece de sí mismo se siente a menudo legitimado para someter a los demás al castigo que cree haber recibido, o a otro peor: el de tener que compadecerle a su vez. 

No quisiera caer en el cinismo: hay sentimientos intensos, alegrías arrebatadoras y tristezas aplastantes, y no soy quién para juzgar su veracidad o su valor. Los románticos, por ejemplo, tenían una visión del mundo de este tipo, pero no por eso hemos de considerarlos impostores: solo resulta que se tomaban demasiado en serio a sí mismos, vislumbraban por todas partes una trascendencia que ya no sabemos ver. 
Tal vez, en cierto modo, se trate de una pérdida: los niños también se lo toman todo a pecho, y eso les hace sufrir con miedos imaginarios, pero también disfrutar de fantasías como si fuesen realidad. Dichosos ellos. Pero nosotros ya no somos niños, y hemos probado la realidad demasiadas veces para comulgar con ruedas de molino. 
 Llamadme descreído: solo me niego a transigir con lo que no me creo. Y me limito a señalar que, en el teatro de las relaciones humanas, prefiero las representaciones discretas y mesuradas a los desempeños histriónicos y, sobre todo, ostentosos. Una representación exagerada me invita a dudar de su credibilidad: le atribuyo más bien una intención, y, puesto que se basa en el engaño, debo concluir que esa intención no debe ser muy honesta. Como mínimo, me suena a eso que Sartre llamaba mala fe: escabullirse de la responsabilidad poniendo como excusa algo que supuestamente se nos impone, como el destino o la tiranía ajena. 

No siempre fui así. Me pasé la juventud atenazado por sentimentalismos que me hicieron muy infeliz. Supongo que un día se me cayeron de puro cansancio, aunque no descarto la posibilidad de haber madurado. En todo caso, ahora tengo poca paciencia con la abulia sentimental. Si te arrepientes, procura hacerlo mejor. Si estás herido, haz por curarte.  

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado