Me daba pereza, como de costumbre, emprender mi paseo de los domingos por la mañana, ese que eludo muchas veces con la excusa de que ya se me ha hecho tarde, o de que tengo trabajo, o de que será más agradable al atardecer…
Y, como siempre, me alegro de haber acabado por decidirme. Es una breve ruta de hora escasa entre ida y vuelta, que remonta suavemente las afueras del pueblo buscando la montaña. Por el sendero hormiguean más transeúntes, gente muy deportiva y familiar. Yo voy hasta donde se acaba la subida, y aparece un banquito solitario, flanqueado por una fuente que no hace mucho puso el Ayuntamiento con mucho acierto. En ese banco, Alonso y yo hemos pasado muy buenos ratos haciendo puntería con piedrecillas, y siempre que voy sonrío acordándome de las presencias felices de mi hijo, sus risas, la canción de su retahíla incansable.
He logrado salir; todo es cuestión del primer paso. Desde el principio, como recompensa, mil menudencias cambian el día de color. Mientras avanzo por el casco urbano reparo en lo sucias que están las aceras, y me pregunto si acabará habiendo más perros que personas, y muevo la cabeza pensando que no tenemos remedio, seguimos siendo ese pueblo sucio, inculto, poco cívico que ya lamentaba el poeta Salvador Espriu. Es una pena que las opiniones de los poetas suelan contar tan poco, cómo va a ser de otra manera mientras nadie los lea.
Pero mi ánimo no se resigna y deja pasar esas y otras nubes que siempre irrumpen, moscardones salidos de las trastiendas de la mente, dispuestas a manchar de motas el paseo. Las que cubren el cielo, en cambio, tienden un manto fresco y a la vez intimista que sabe a placidez, y evoca no sé qué tardes felices de la juventud, quizás aquellas en las que estábamos enamorados sin saberlo, o en que nos creíamos enamorados y era la vida hambrienta de futuro.
La brisa de octubre es tibia, el agua de la fuente es fresca, el cuerpo exhala sus calores de caminata y suda con discreción. A medida que asciendo, las distancias se ensanchan hasta derramarse en horizontes, dominadas por la bestia yacente de Montserrat, que negrea desvaída tras la neblina. Casi toda la gente con que me cruzo saluda, y el saludo es una ofrenda mágica que mitiga los venenos de la soledad. Solo por cosechar un par de adioses ya vale la pena dar una vuelta.
De regreso, me distraigo en los detalles de los vetustos caserones en el casco antiguo, legado de un tiempo campesino y cruel, pero seguramente más sencillo, menos sembrado de incertidumbres y responsabilidades. Cuento por enésima vez los años que me quedan para jubilarme. Lo bueno de la jubilación, supongo, debe ser que al quedar tan poco futuro, al haber dejado atrás casi todo lo que se esperaba de uno, quizá se pueda saborear el presente sin reclamarle nada.
En el quiosco no tienen mi revista, en la floristería falta la plantita que buscaba: son pequeñas aristas en la mañana ondulante, qué le vamos a hacer. Me consuelo comprando en la pastelería un capricho de nata y trufa que me regalaré por la tarde. Como si adivinara esa fiesta que planeo en secreto, la dependienta envuelve mi humilde pastelillo con primor, cual si se tratara de un pastel de cumpleaños. Eso hace que yo también me lo lleve con más respeto: cada día hay un tiempo que se cumple, una entereza que quiere renovarse, una fiesta que debería honrar la buena suerte y las dulces esperanzas. La vida es ir tirando, de páramo en vergel, procurando esquivar los charcos y tener a quien amar. Vivir y dejar vivir: debería ser fácil. Me alegro de haber salido de paseo.
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