Ir al contenido principal

Pequeña filosofía

A esta mi pequeña filosofía, de vuelo bajo y escaso recorrido, se le pueden reprochar muchas cosas. Se puede alegar que expone poco, y además se repite, y encima se contradice a veces. Se puede considerar, con razón, que no siempre es todo lo razonable que debería, o al menos que sus razones no siempre son rigurosas y no componen un cuerpo coherente y acabado.


Esta mi pequeña filosofía es, en efecto, un pastiche de retales anárquicos, fragmentarios, cosechados acá y allá, un día en la calle y otro en el trabajo, un día exaltando las alegrías efímeras y otro moliendo las penas pertinaces. Se puede echar en falta, en sus vacilantes consideraciones, una formación académica respetable y una bibliografía especializada. Se le puede preguntar para qué sirve, y ridiculizar su desconcierto. A veces se muestra grandilocuente, otras pusilánime. A veces es cobarde y reticente, y da vueltas sin que se sepa muy bien adónde llega. Urde más exploraciones que hallazgos. Se puede, en fin, compadecer su escasa sutileza, su pobreza de lenguaje o de ingenio, su apelmazado paisaje y sus lagunas y sus pozos y sus terrenos pantanosos. 

Nada de ello os negaré. Cuando uno saca a la calle sus reflexiones íntimas, cuenta con que sean recibidas con exigencia, que se les reprochen sus defectos, se les critiquen sus inconsistencias, se les señale su superficialidad. Tal vez no valga la pena ni el tiempo de desmenuzar sus faltas. Pero hay algo que no podréis reprocharle a esta mi pequeña filosofía: que no se haya esforzado por revelar los dobles fondos de la apariencia, que no se haya entregado con la devoción de un amante sincero, que no arda con el fuego auténtico de un cuestionarse apasionado, comprometido con la aspiración a lo mejor o a lo menos malo. No podréis echarle en cara que no comparta lo poco que tiene, y que no procure lograr más para ofrecerlo. No podréis decir que no ha perdido el sueño a veces, que no ha entregado tiempo y tesón cuando se le han pedido. No podréis postular, en fin, que no sea mía, que no sea yo mismo desnudo y expuesto, abierto en canal y empecinado. 
Decir que en algo está uno mismo es decir poco; ya lo admitió Montaigne, al abrir sus Ensayos despidiéndose: “Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues”. No sé si mis meditaciones son frívolas, pero sin duda son baladíes, y seguramente tampoco merecen el escaso tiempo libre de nadie. En cambio, sí creo que merecen, al menos, su respeto: el debido a todas las obras sinceras y esforzadas. Por lo que a mí respecta, mis textos son como los hijos, que uno siempre amará y encontrará bellos, y les atribuirá el sentido de una maravilla que sabe que lo es tan solo para él. Mis textos son testigos de intentos por ser amigo de mí mismo, y afable compañero de la vida de los demás: la ingenuidad solo redunda en su intención, aunque la intención nunca pueda bastar para dar cuenta del valor de nada. 
 
Yo hubiese querido ofrecer con mis escritos verdades deslumbrantes, recabar los secretos que nos harían a todos más felices. Otros más capaces que yo hicieron con eso lo que pudieron. Tendré que conformarme con intentar que, al menos, no haya mentiras ni nada que haga daño. Tendré que conjurar la ignorancia, ya que no con la sabiduría, al menos con la buena fe. “Este es un libro de buena fe, lector”, dice Montaigne, y con eso nos invita a tolerar de buen grado su compañía, como la conversación de un amigo. La buena fe no me justifica, pero tal vez se gane algún abrazo. Con ese abrazo me quedo, y ese abrazo, lector, te doy en prenda. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...