El juego liberal entre derechas e izquierdas, ese bipartidismo de dos entidades predominantes que se alternan, es un genial embeleco del capitalismo que, como las ligas de fútbol, nos mantiene entretenidos y canaliza nuestras indignaciones a modo de pararrayos, disipando su energía.
Para empezar, tanto derechas como izquierdas dan sustento a un mismo modelo de sociedad de clases; se podría decir que ambos son, en definitiva, conservadores. Y, por supuesto, se refuerzan mutuamente: cuando el ejercicio de poder desgasta a uno, el otro se presenta como alternativa y concita la ilusión de mudanza. El efecto es eficaz, y ya lo resumió Lampedusa: cambiar todo para que no cambie nada.
Sin embargo, la complicidad no impide que haya tensiones entre los partidos. Sus aparatos son redes clientelares que suelen estar vinculadas a grupos sociales de poder. Alcanzar y conservar el poder político es su razón de ser, su modo de vida y su oportunidad para ganar ventajas sobre otros. A veces, la avidez o el deterioro son tan grandes que se rebasan los límites de lo legal, y se incurre en la lacra de la corrupción. Pero, aun sin llegar a eso, alrededor de un partido (sobre todo cuando gobierna) se teje una constelación de intereses y dependencias que aporta grandes beneficios a sus integrantes.
Esto es igual para la derecha como para la izquierda, aunque no exactamente igual. La derecha suele emanar directamente de la oligarquía tradicional; la izquierda se sustenta en sectores oligárquicos rampantes, que aspiran a mayores cuotas de poder, y tiene más raíces entre la clase media. De ahí que la derecha sea más conservadora, pero también más cohesiva; en tanto que la izquierda suele ser algo más innovadora y de inspiración social, pero también más inestable y contradictoria. Esta contradicción intrínseca a la izquierda es su punto débil, lo que la hace naufragar a la larga, presa de sus propias tensiones internas, que vuelan por los aires el bastidor de su programa reformista: las tensiones internas y externas acaban por rasgar el frágil lienzo progresista, y tras sus jirones siempre encontramos la (otra) derecha, bien asentada, esperando.
Es importante contar con estas diferencias de estabilidad entre derecha e izquierda, que explican que el electorado siempre se acabe inclinándose hacia la primera, a pesar de que los intereses objetivos de la mayoría social parezcan más alineados con la segunda. La derecha tiene la fuerza de lo dado, lo establecido, que siempre inspira más seguridad y por tanto seduce al electorado temeroso, el que hace suyo el refrán de “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. En tiempos de crisis o fuerte incertidumbre, la mayoría de la gente prefiere no arriesgarse a perder lo poco que tiene, o cree tener. Sin embargo, tampoco los tiempos de vacas gordas favorecen necesariamente a la izquierda: mucha gente puede ver en ellos el abrazo de oso del conservadurismo.
Lo que tenemos, en fin, siempre parece más sólido que lo que esperamos. Mientras la izquierda apela a la justicia, ideal valioso pero ambiguo, la derecha promete mantener el plato de sopa, y pocos priorizarán la justicia cuando peligra lo poco que tienen en el bolsillo. El fantasma de perder el trabajo o no tener para pagar la hipoteca amedrenta frente a cualquier veleidad reformista. En la pirámide de Maslow, la derecha hundiría sus robustas raíces por la base, con los pies bien puestos en la tierra, mientras que la izquierda ronda, a veces sin definir muy bien el camino, entre la base y las alturas, desdibujándose en ellas. Lo inseguro da miedo, y el miedo es la motivación más poderosa: ahí reside la prevalencia del conservadurismo.
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