En última instancia, y simplificando mucho pero con fundamento, es en la rabia, y sobre todo en el miedo, donde tienen su origen todos nuestros males psicológicos. Los sufrimientos que nos anclan al pasado, las angustias que nos asoman al futuro, y en fin, ese tránsito arduo y accidentado que es el presente. Todo lo que nos desespera, lo que nos corroe, lo que nos perturba, tiene alguna conexión con ellos.
Fueron perfilados por la evolución como mecanismos que favorecían nuestra supervivencia. Ira o miedo: ante una amenaza, plantar cara o salir corriendo (o bien quedarse inmóvil). Impulsos instintivos, automáticos, con los que cuenta todo organismo un poco complejo. Emociones que guían, o más bien empujan, a ejecutar una conducta apremiante en la que un instante de titubeo podría significar la muerte.
Pero la naturaleza se hizo compleja e intrincada en el ser humano. La civilidad estableció nuevos contextos, nuevas reglas para la relación con el entorno, que desde ese momento, para nosotros, se hizo básicamente social. Las propias emociones primitivas se convirtieron en modo de interaccionar con los demás, dentro de la tribu. Los deseos, las aspiraciones, y también las aversiones tomaron a los demás como referente, se hicieron más matizadas y sutiles. Paralelamente surgió la conciencia, que es una interiorización de las interacciones sociales, una verdadera interacción social, solo que con uno mismo, objetivado en forma de otro imaginario.
El miedo y la ira se diversificaron, cobraron nuevos sentidos dentro de ese laberinto. Apareció el temor a ser censurado o relegado dentro de la tribu; el temor a quedar atrás entre los otros; el temor a los envidiosos y los vengativos, a los intrigantes y a los ladrones, a los crueles y a los desalmados. Apareció el temor a uno mismo, a lo que uno mismo pueda tener de malo o inadecuado, de incontrolable o de insuperable. Apareció el temor a todo lo que conspira contra uno, y a la pérdida de lo que amamos. El deseo se convirtió en apego, el apego en miedo. La conciencia fue nuestro pecado original, que nos expulsó del paraíso de la ignorancia, y nos relegó a una vida de temores.
En cuanto a la ira, adoptó también múltiples formas: la del deseo frustrado, la del castigo pendiente por el mal recibido, la de la indignación por lo que se considera injusto, la de no estar a la altura de nuestras propias expectativas… Envidia, rencor, vengatividad, son sentimientos que, como dice Max Scheler, nos inundan hasta la intoxicación, perturban nuestro ánimo y nos sumen en una punzante ansiedad.
De modo que el miedo y la ira, fuera de contexto o de control, se han convertido en mecanismos autodestructivos, lacras que nos amargan la vida y pueden acabar por demolernos completamente. Está más que demostrado hasta qué punto pueden devastar la salud física, no digamos la de la mente. No es extraño que esa antigua terapia psicológica que es el budismo los considere “venenos de la mente”, y que recomiende aplacarlos lo antes posible para restaurar una vida de sosiego y alegría.
De nada sirve huir: recordemos que están enraizados en lo más profundo y primitivo de nuestra naturaleza. Hay que hacerles frente, pero no desde la lucha, sino desde la conciencia y la entereza. Hay que identificarlos, aunque no los descifremos, y luego procurar desmantelarlos, poco a poco, pieza a pieza, hasta dejarlos sin soporte, hasta que se derrumben por sí mismos. Pensar puede ser útil, sentir nos ayudará más, pero actuar será lo único que nos dará una oportunidad con ellos.
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