No hace mucho encontré una entrevista que hicieron a Hannah Arendt en una televisión alemana. Si no recuerdo mal, hubo un momento en que el presentador le preguntó por qué escribía, a lo que la sagaz filósofa contestó sin dudarlo: “Para saber lo que pienso”.
¡Qué exactitud! El pensamiento, antes de expresarse en palabras, es un trasiego de sombras y luces que no acaban de definirse, espectros que están buscando cuerpo. Tal vez ya se encuentren ahí toda la energía, toda la intuición, toda la verdad que quiere revelarse, pero se trata de meros fulgores escurridizos que aún no han cobrado consistencia, aún no hay por dónde asirlas para hacer algo con ellas. La palabra es la arcilla que hace sólida la idea.
En esto sucede a la inversa que en la teoría platónica de las Formas, madre de todos los conservadurismos trascendentalistas. Para Platón, como es bien sabido, lo que percibimos y tocamos es mera apariencia, un inmenso escenario donde se proyectan las sombras de la esencia o realidad. ¿Y dónde está la realidad? En un plano distinto, en una especie de dimensión mística y esquiva donde yace, desde siempre y para siempre, la perfección. Cada uno de los sujetos y objetos con los que nos cruzamos es una proyección artificiosa de una de las Formas; jamás encontré una pista de por dónde andará la mía.
También las palabras podrían considerarse una mera proyección de las Ideas, simples sonidos impregnados de pensamiento. Y, sin embargo, las palabras contienen conceptos, son los instrumentos de los conceptos o los conceptos mismos, que no serían posibles sin ellas. El verbo no estaba al principio, sino que aflora al final: es el producto de la mente y su expresión palpable, comunicable, compartible y utilizable. No hay pensamiento acabado sin discurso que lo enuncie.
Así que hago mía, con su permiso, la afirmación de Arendt. También yo escribo para saber lo que pienso. Es más: escribo para pensar, porque no encuentro pensamientos claros antes de escribirlos. Escribo para hablarme: para saber lo que digo. Y, a la vez, para hablaros, porque la grandeza del lenguaje es que surge de lo íntimo y se vierte en lo social, donde pasa a ser de todos.
Cuando escribo me encuentro de vuelta palabras que podrían ser mías. Disfruto leyéndolas: en general estoy de acuerdo en casi todo. A veces, en alguna cosa, no, y entonces indago palabras más apropiadas, lo cual equivale a pulir la idea. Suelo encontrarme interesante. Me encanta releerme, sobre todo cuando me parezco acertado. Una expresión ingeniosa, o simplemente precisa, es un hallazgo que celebro casi tanto como las primeras palabras de mi hijo.
Un texto tiene algo de hijo. Ya lo ha dicho alguien, el acto de creación es como un alumbramiento: cuesta casi hasta el dolor, y amamos el resultado más porque es nuestro que porque sea bueno. Pero, si además es bueno, ¡qué orgullo! Si, como dijo Heidegger, somos seres para la muerte, dar vida, crear, es lo único que nos hace sentirnos prolongados más allá de nosotros mismos.
Por eso, ¿de qué me serviría saber lo que pienso si no lo lanzara al encuentro de otros, si no hubiese testigos de mi creación? Al escribir para mí, escribo para los demás. Sé que es difícil, que ya hay mucho texto por el mundo, y mejor escrito que los míos, pero aun así me permito soñar con que alguien me lea algún día, y algo de mí llegue hasta otro. Las palabras, como los hijos, una vez crecen tienen que hacer su vida. Escribo para saber lo que pienso, y ojalá alguien más lo sepa.
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