¿Hay que ayudar siempre al que lo necesita? Por supuesto, y más cuando se le ama. Pero no de cualquier manera: la ayuda es un poder, y por tanto tiene sus peligros, sus contraindicaciones, sus efectos secundarios. Hay ayudas que hacen daño, al que las recibe o al que las ofrece.
Hay ayudas que guardan espinas bajo sus pétalos de dulzura. Hay peticiones de socorro, también, que tienen trampa, que solo buscan espectadores, cómplices o víctimas. Y hay personas que van por el mundo buscando a quien ayudar para sentirse fuertes sin correr los riesgos del amor.
No creo que se pueda ayudar honestamente sin algo de pudor: en todo auxilio flota siempre un aire de paternalismo. La interacción deja de ser simétrica para relegar a uno al lugar de necesitado y a otro al de superior. Hay quien anda supuestamente sobrado de sabiduría, o de riqueza, o de capacidad, y tiene tanto excedente que se dedica a repartirlo entre los otros, generoso y compasivo él. Estaba de moda, entre las señoras de buena sociedad, hacer obras de caridad o apadrinar niños de países pobres. ¡Qué distinto de la solidaridad entre iguales, que nos impulsa a apoyarnos los unos en los otros porque juntos se camina mejor! Para los demás, nuestra necesidad es una garantía: saben que cuentan con nosotros porque comprueban que nosotros contamos con ellos.
Crecemos y nos sentimos útiles cuando hacemos las cosas por nosotros mismos, aunque nos cuesten más. Nuestra dignidad pasa por sentirnos capaces, y cuando se nos embute la ayuda como se obliga a un niño a comer sin hambre, lo único que nos regalan es sentirnos forzados y míseros. Si no se deja que la gente aprenda por sí misma, o busque el apoyo que ella considere que necesita, se le educa en la impotencia. “Yo estoy bien, tú estás mal”: así lo resume una conocida divisa del Análisis Transaccional.
¿Qué sucede, entonces, con la ayuda que se precisa pero no se pide, que incluso se rechaza? Hay quien se pasa de orgulloso y se niega a reconocer que necesita que le enseñe el que sabe, o incluso que le dé el que tiene, si de una circunstancia de carencia se trata. A ese, seguramente, le convendría algo de humildad, y no tanto por conseguir lo que le falta como por aprender a aceptarlo: solo desde ese reconocimiento podemos disponernos al esfuerzo —aunque nos avergüence, aunque nos avasalle— del aprendizaje.
Pero es cierto que no siempre nos sentimos en condiciones de admitir nuestras vulnerabilidades, o de pedir el apoyo que no sabríamos darnos a nosotros mismos. A veces estamos atrapados, y lo que más necesitamos es, precisamente, que se nos muestre; a veces estamos desesperados y no contamos ni con la claridad ni con la voluntad para lo necesario. La ignorancia, además, suele ser temeraria: quizás estemos corriendo riesgos peligrosos. En tal caso, por supuesto, el amor tiene que ser audaz: darnos un pescozón, tomar las riendas, forzarnos un poco. El padre tiene que imponer, cuando hace falta, el buen hábito que el hijo no es capaz de imponerse a sí mismo. Llegado el caso, la amistad también debe ser osada.
Pero antes de llegar ahí habría que agotar la amable persuasión. ¿Quién nos asegura que no estamos imponiendo nuestros errores? ¿Estamos seguros de haberlo entendido todo, de contar con el criterio correcto? Imponer una salvación puede no ser más que un ejercicio de prepotencia. Amar es siempre difícil, pero sobre todo lo es cuando le toca obligar. A veces hay que hacerlo. Pero, muchas otras, ayudar consiste en dejar que el otro se equivoque y, así, aprenda por sí mismo.
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