Nuestras opiniones, en el fondo, son menos consistentes de lo que nos gustaría admitir. Creemos tener ideas muy definidas, a veces definitivas, sobre las cosas que más nos importan. Y, sin embargo, ninguna idea, o principio, o actitud, son puramente nuestros: todos ellos se han modelado a partir de lo que nos ha transmitido nuestro entorno y hemos ido puliendo con nuestras vivencias, siempre sociales y por tanto condicionadas por el contexto cultural.
Una persona es lo que hace con lo que hicieron de él, reza la famosa sentencia de Sartre: eso también concierne a sus principios y sus actitudes, incluso a sus pensamientos más íntimos —¡o sobre todo a ellos!—.
Si me detengo a ver de dónde han salido mis convicciones, compruebo que la mayor parte de ellas son resultado de conclusiones más o menos globales, intuitivas, a menudo precipitadas y poco contrastadas: lo que los psicólogos llaman heurísticos. La prueba está en que, en general, no sabría argumentarlas mucho más allá de unos escuetos bosquejos de razonamiento, razones que, también ellas, he construido socialmente. “¿Por qué hay que ayudar a quien lo necesita?” “Porque es de buena persona”. Cuanto más honda y primitiva es una convicción, menos sabría defenderla con argumentos, y más refractario estaré a explicaciones que la contradigan. “¿Por qué no hay que fiarse de nadie?” “Porque la vida es una lucha, cada uno solo mira por sí mismo”.
Puedo rastrear casi todas mis opiniones en mi familia, en mi cultura, en mi colectivo de referencia; en lo que considero, de un modo más o menos vago, mi identidad. Más que pensar, me he identificado con determinadas ideas. Tal vez por eso me aferre a ellas del modo en que lo hago: porque son una parte de lo que entiendo por mi yo. ¿Qué motivo hay, por ejemplo, para sentirse especialmente orgulloso por haber nacido en un lugar y no en otro? El nacionalismo, cuya presión casi obsesiva me ha tocado padecer, esgrime agresivamente esa convicción que no sabe dar razón de sí misma: la mayoría de los nacionalistas que conozco lo son por su apellido, por su lengua o porque lo eran sus padres. Yo, en cambio, como hijo de in-migrantes, no me identifico con la mitología nacionalista y puedo ver en ella lo que en realidad es: un delirio supremacista que niega la igualdad, los derechos y la democracia.
En el fondo de las principales convicciones está, pues, lo más primitivo: la tribu con sus mitos, la familia, la identidad, y todos los sentimientos que llevan aparejados. Tal vez por eso, también, las opiniones se acoracen en la carga emocional que inspiran, carga que las hace muy poco accesibles al razonamiento: más que pensar como pienso, pienso como siento. De ahí que lo irracional sea tan poderoso y lo razonable tan frágil. Las religiones mueven multitudes, provocan guerras, despiertan pasiones de todos los colores, y ahí reside su fuerza y probablemente su atractivo. En cambio, la ciencia es fría y meticulosa como un contable: puede despertar admiración, pero difícilmente, al menos a nivel de masas, despertará pasión. Con la democracia y el derecho pasa lo mismo: hay que reafirmarlos una y otra vez, porque es fácil que la angustia o la indignación nos impulse a despreciarlos, y a guarecernos bajo paraguas tan turbadores como los fascismos.
La racionalidad es un empeño que hay que renovar constantemente, que hay que profundizar y pulir sin cesar, con esfuerzo y perseverancia, a la luz de la razón y del perpetuo contraste con la realidad, y cuestionando, cuando haga falta, las emociones. ¿Cuál es el premio? Creemos que la verdad. Esa es nuestra convicción.
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