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Mostrando entradas de enero, 2021

¿De dónde salen mis opiniones?

Nuestras opiniones, en el fondo, son menos consistentes de lo que nos gustaría admitir. Creemos tener ideas muy definidas, a veces definitivas, sobre las cosas que más nos importan. Y, sin embargo, ninguna idea, o principio, o actitud, son puramente nuestros: todos ellos se han modelado a partir de lo que nos ha transmitido nuestro entorno y hemos ido puliendo con nuestras vivencias, siempre sociales y por tanto condicionadas por el contexto cultural. Una persona es lo que hace con lo que hicieron de él, reza la famosa sentencia de Sartre: eso también concierne a sus principios y sus actitudes, incluso a sus pensamientos más íntimos —¡o sobre todo a ellos!—.  Si me detengo a ver de dónde han salido mis convicciones, compruebo que la mayor parte de ellas son resultado de conclusiones más o menos globales, intuitivas, a menudo precipitadas y poco contrastadas: lo que los psicólogos llaman heurísticos . La prueba está en que, en general, no sabría argumentarlas mucho más allá de uno...

Voluntad

A veces la voluntad anda robusta, y aguanta bien los embates de la facticidad; otras le invade la flojera, y cada paso se le hace un mundo. Hay voluntades recias, que se crecen al medirse con los bretes, y otras con poco fondo, que se resignan y se rinden fácilmente. No está mal rendirse: nos recuerda nuestra vulnerabilidad y que, en definitiva, vivir es perder. Pero somos criaturas del proyecto y del intento: ¿qué sentido tendría labrar un criterio de lo bueno si no fuera para bogar hacia esa costa, aun con el viento en contra? No basta con la motivación: es demasiado frágil y mudable; a veces, incluso, nos pone trabas: porque somos perezosos, porque preferimos la satisfacción inmediata a la incertidumbre de los largos plazos, porque no están de nuestra parte los hábitos personales o las costumbres colectivas. Porque, en fin, también hay dentro de nosotros personajes que se resisten y quieren otras cosas. Nada valioso y difícil, entonces, puede lograrse sin voluntad, que es la fuerz...

Dilemas de la ayuda

¿Hay que ayudar siempre al que lo necesita? Por supuesto, y más cuando se le ama. Pero no de cualquier manera: la ayuda es un poder, y por tanto tiene sus peligros, sus contraindicaciones, sus efectos secundarios. Hay ayudas que hacen daño, al que las recibe o al que las ofrece. Hay ayudas que guardan espinas bajo sus pétalos de dulzura. Hay peticiones de socorro, también, que tienen trampa, que solo buscan espectadores, cómplices o víctimas. Y hay personas que van por el mundo buscando a quien ayudar para sentirse fuertes sin correr los riesgos del amor.  No creo que se pueda ayudar honestamente sin algo de pudor: en todo auxilio flota siempre un aire de paternalismo. La interacción deja de ser simétrica para relegar a uno al lugar de necesitado y a otro al de superior. Hay quien anda supuestamente sobrado de sabiduría, o de riqueza, o de capacidad, y tiene tanto excedente que se dedica a repartirlo entre los otros, generoso y compasivo él. Estaba de moda, entre las señoras de b...

Disfrutar

“El placer es principio y fin del vivir feliz”, afirma Epicuro, y desde luego toda la dulzura de la vida nos llega en forma de placer. ¿Por qué, entonces, les suscita tantos recelos a todos los dogmas? “Por lo general, ‘hacer el bien’ a la gente consiste en privarle de algún placer”, avisa B. Russell con agudeza. A la mayoría de los moralistas, el placer les resulta sospechoso. Dicen que es porque puede alejarnos de Dios, o incluso de nosotros mismos, cuando nos sume en el apego y nos hace dependientes. Pero la dependencia es la excepción: ¿qué pasa con el que sencillamente disfruta y luego va a otra cosa?  Creo que, ante todo, lo que les inquieta es ese cierto margen de descontrol que conlleva el placer, el hecho de que, por unos instantes, el individuo deje de controlar (y por tanto de ser controlado). Porque es cierto que en el placer la voluntad queda relegada a un segundo plano, se retira discretamente y le deja mandar a él, moverse a sus anchas aunque sea solo de un modo pr...

¿Por qué escribo?

No hace mucho encontré una entrevista que hicieron a Hannah Arendt en una televisión alemana. Si no recuerdo mal, hubo un momento en que el presentador le preguntó por qué escribía, a lo que la sagaz filósofa contestó sin dudarlo: “Para saber lo que pienso”. ¡Qué exactitud! El pensamiento, antes de expresarse en palabras, es un trasiego de sombras y luces que no acaban de definirse, espectros que están buscando cuerpo. Tal vez ya se encuentren ahí toda la energía, toda la intuición, toda la verdad que quiere revelarse, pero se trata de meros fulgores escurridizos que aún no han cobrado consistencia, aún no hay por dónde asirlas para hacer algo con ellas. La palabra es la arcilla que hace sólida la idea.  En esto sucede a la inversa que en la teoría platónica de las Formas, madre de todos los conservadurismos trascendentalistas. Para Platón, como es bien sabido, lo que percibimos y tocamos es mera apariencia, un inmenso escenario donde se proyectan las sombras de la esencia o real...