No voy a alabar demasiado los dones de la edad. Vivir es ante todo perder, como dijo François George y la vida se encarga de recordárnoslo cuando se nos olvida. Y envejecer es un fastidio: cumplida la hora de pasar el testigo, estamos programados por los genes egoístas para estropearnos y dejar sitio a la siguiente generación. Como repetía Punset, todo lo que hemos alargado la vida después de la edad de reproducción es un tiempo “redundante”; dicho en plata: en términos biológicos, una pérdida de tiempo, un lujo que hemos inventado los humanos pero que para la naturaleza es un despilfarro. No es extraño que a partir de los cuarenta todo empiece a estropearse, y se acumulen las grasas, y se contraigan las arterias, y suba la presión y se dispare el colesterol. Es la edad en la que empezamos a reservar una estantería de la cocina para las cajitas de pastillas, que ya no dejaremos de tomar hasta que nos llamen del otro barrio (por cierto, son muy malas para la salud, hasta el punto de
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida