Tal vez ya se haya dicho todo sobre la belleza. O quizá no habría que decir nada, y limitarse a gozarla, que es lo que cuenta. Tal vez la belleza esté para que cada cual se la apropie a su manera, y le sobren los discursos. Pero yo escribo humildemente, solo por abrir bien los ojos y no dejar de contemplarlo todo. Yo tomo el agua en mis manos por el gusto de ver cómo se me escabulle entre los dedos. Yo hablo como si cantara, por gozar del canto y dejarlo temblando en el alma. Diré lo mío, pues, también de la belleza.
Diré, para empezar, que la belleza incluye armonía y sorpresa. Armonía de formas, colores, palabras o conceptos, melodías o sucesos. Armonía: un cierto equilibrio de conjunto, una armazón de tensiones que las hace compensarse mutuamente hasta el reposo, una gestalt que se nos aparece completa y bien trabada. Orden y nitidez de la percepción, o sea, de la inteligencia. Porque la belleza es ante todo inteligencia asistiendo a sí misma, como en un espejo.
La música es el paradigma: “El mundo no es sino una música hecha realidad”, opinaba Schopenhauer. Ya se ha dicho que tal vez la música sea el despliegue más directo de esa armonía inteligente, ya que no viene mediado por las palabras, que están tan embadurnadas de ideas y por eso nos confunden tanto. Sin embargo, la música juega también con el desorden, hace chocar sonido y silencio, se cuela en lo más profundo de los sentimientos; y en cuanto a las viejas y bondadosas palabras, cada una de ellas es un universo repleto de poesía.
Armonía, en fin, pedía Aristóteles. Pero la armonía por sí sola es aburrida, y tiene lo insulso de las cosas acabadas, que es el mismo que el de las que jamás empezaron. Es la quietud del universo antes de la gran explosión: nada en la nada. Urge una fuerza que inicie el movimiento. Es el estanque momentos antes de que el guijarro lo estremezca, y esparza un viaje redondo a las orillas. La armonía tiene que impactar y cautivar. Para ello requiere el vértigo de agitar lo imprevisto, coquetear con la discordancia, insinuar el exceso. No hay nada nuevo bajo el sol, pero debe parecerlo. Brindar el atisbo de una perspectiva inédita.
Armonía y sorpresa, pues, se diría que se contradicen: dichoso diálogo de opuestos del que emana el reencuentro y la síntesis. Hay que perfilar el paraíso, y a continuación poner en él algo que lo perturbe, para que se haga patente su beatitud.
Y luego hay otra cosa. O el meollo de lo mismo. Una tensión misteriosa en el conjunto: algo que nos atraiga y nos atrape. Algo que remueva lo más hondo, y despierte la sensibilidad dormida, y nos parezca sugestivo, cautivador, porque roza los resortes de nuestras más intensas motivaciones: el Eros, el Tánatos; la guerra y la ternura. La fuerza vital. Platón ya consideraba lo bello como lo que despierta amor. La belleza más intensa, la que nos subyuga, la que más nos alegra y nos estremece, es sencillamente un placer, una especie de erótica, o quizá la erótica sea una belleza desmandada e indómita.
No hay poema más emocionante que una mujer bella, sobre todo si adorna su belleza jugando a mostrar y ocultar, a ofrecer y a prohibir, a hacer ostentación y frenarla con súbitas reticencias. La evidencia es tan contundente que nos estrellamos en ella: las mieles están en la insinuación, que apela a nuestra fantasía. Ese juego no solo tiene belleza: es la fuerza misma de la vida desplegada como la cola del pavo real. Tal vez, en última instancia, la belleza se reduzca a ella. O tal vez solo sea su versión más radiante. Se comprende que nos aprese: en ella intuimos el compás secreto de la vida.
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