Desear es sufrir: desear mucho ha de conllevar, pues, sufrir mucho. De ahí el acierto al hablar de “mal de amores”: enamorarse es entrar por propio pie —aunque se nos arrastre sin preguntarnos— en un laberinto luminoso, pero también repleto de callejones oscuros y dolientes.
Pocas veces nos sometemos voluntariamente a tanta zozobra segura, a cambio de satisfacciones tan inciertas. “Déjame en paz, amor tirano”, clamaba Góngora, apabullado de tanto amor. Si nos sometemos a ese yugo es porque la vida nos ha dotado con una enajenación programada que quebranta la prudente lucidez y dulcifica el dolor revistiéndolo de poesía. La vida nos enloquece para no dar tiempo a nuestras objeciones. Es ella, como sostenía Schopenhauer, la que ama y busca ser amada, para que la aventura continúe mientras se nos lleva por delante, y siga girando el mundo empujado por el dolor y la dulzura.
Amar es una suerte solo si admitimos de buen grado la punzada de sus flechas, la injuria de sus portazos y el olor acre de su mustio crepúsculo. Para amar hace falta mucha valentía y mucha insensatez, y es la insensatez la que nos hace valientes, o más bien temerarios: no en vano Cupido es niño y lleva los ojos vendados; dicho mejor por Góngora:
Ciego que apuntas y atinas,
caduco dios y rapaz,
vendado que me has vendido
y niño mayor de edad.
Algunos intentan aliviar esas pesadumbres restándoles literatura: toman lo que les gusta sin miramientos, y se desprenden de ello sin remordimientos. No siempre lo consiguen: cada Don Juan tiene una Doña Inés aguardando para quebrantarle el corazón. Aun así, es cierto que cabe reprocharle a Werther su regodeo en el padecimiento, como si este hiciera su amor más grande. En todo exceso hay mucho de autocomplacencia. Nuestro Larra también se suicidó por un amor contrariado, demostrando que hasta en la inteligencia más lúcida pueden brotar borbotones de locura. En esto, el Florentino Ariza de El amor en los tiempos del cólera, sin declinar un ápice de romanticismo, se nos revela mucho más cabal: esperar a la amada la vida entera, y, entretanto, no escatimar ese caudal de amor contenido, vertiéndolo generosamente a todas las que le acercan su sed.
La sensibilidad contemporánea, orientada hacia lo práctico y lo económico, ha superado bastante los viejos dislates del romanticismo. “De amor ya no se muere”, sentencia una canción de mi juventud, y muchos aprenden pronto a pasar de puntillas por los romances. Supongo que hacen bien: en el amor, la naturaleza no imita al arte, y tal vez todo se reduzca, al cabo, al juego del sexo o la huida de la soledad. Ni un viaje ni otro necesitan tantas alforjas. El sexo es un ejercicio ardiente pero simple; y la soledad se cura mejor y hasta con más blandura mediante el amable negocio de la amistad.
¿Por qué, entonces, muchos reservamos aún nuestras mieles más dulces para el enamoramiento, por qué seguimos rogando que nos elija su despótico arco? Quizá porque jamás nos sentiremos más vivos, más redimidos, más esperanzados. Y, como a la vida no le sobra luz, ni ternura, ni motivo, preferimos ser los dioses de Holderlin —dioses mendigos, a su pesar— a las simples, puras, límpidas presencias despiertas de Buda. “Mal de amores”: algunos no tenemos remedio.
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