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Lo que hay que perder

Hay cosas a las que urge renunciar, porque su belleza ya no nos reconoce, y no nos hace mejores ni nos ayuda a vivir. Se acercan a veces, en los días cansados y en las noches tristes, ataviadas con peplos de sacerdotisas vírgenes, sedas ligeras de transparencias vertiginosas que ondean sensualmente al ritmo de sus hipnóticas danzas. Saben que aún somos hombres y que mientras nos queda vida persiste el ansioso clamor de los deseos y de los sueños. Pero no quieren quedarse.


Y nos van rodeando al son de las cítaras y de los misteriosos cantos, y se complacen en robarnos la voluntad hasta convertirnos en sus deudores incondicionales, atrapados para siempre en la nostalgia. Sirenas del Tirreno, gaviotas crepusculares del Egeo, ninfas burlonas de la Arcadia, heraldos de Pan y de Dionisos… Me retiré a estos bosques apartados del mundo, después de tantos naufragios y tantos extravíos, a recostarme en el olvido y la renuncia, y envejecer tranquilo: ¡dejadme en paz, amores y apetitos, anhelos y añoranzas! 
Hay que decir adiós a las delicias que desnudan el alma hasta la carne viva, y la dejan temerosa y desamparada. Hay que liberarse de lo que fue y aun más de lo que no fue, para que no nos hagan deudores de lo inalcanzable. Hay que habitar el tiempo que nos corresponde, y saber desprenderse de lo que quedó atrás y legárselo a los nuevos para que enciendan sus hogueras. Ellos sabrán: que dancen y que lloren, que gocen y que sufran, y que cumplan en su carne el destino luminoso y terrible de la condición humana. Ellos sabrán: sus tumultos ya no nos atañen. Los veremos pasar en comitivas, saltando y corriendo hacia el reino del futuro, que no nos pertenece. 

Que se lo queden todo y sigan su camino. A mí dejadme apenas una cabaña oculta en la ladera, a la sombra del roble centenario, cercana a un riachuelo rumoroso que lave mi piel agrietada y mis manos encallecidas, un agua que me alivie la sed con su frescura y me esparza los pensamientos sombríos. Yo rezo con Luis de León: “¡Oh campo, oh monte, oh río, oh secreto seguro deleitoso! Roto casi el navío, a vuestro almo reposo huyo de aqueste mar tempestuoso”. Lleváoslo todo menos los campos y las aves que cantan al amanecer, la risa de mi hijo y la visita de un amigo, porque hay una edad en la que todo lo que queda es motivo de esfuerzo y fuente de pesar. 

Os digo adiós, amores, viejos bandoleros que asaltan a los solitarios por los ribazos, prometiéndoles dones prohibidos y robándoles la fuerza y la entereza. Adiós, dulces damas radiantes de juventud, de espléndidas sonrisas que redimen el desamparo y hacen estremecer el alma de esperanza; delicadas, esquivas, inquietas doncellas que se posan y echan a volar, como las aves de paso. Ya no es tiempo de noches de ternura ni de mañanas de crueldad: está el corazón frágil y cansado. No me queda nada que ofreceros, no hay razón para que me persigáis. Adiós, adiós. 
Os digo adiós, inmensos horizontes, llamadas a la aventura y a la conquista. No me queda cuerpo para la guerra ni alma para ambicionar más tesoro que las palabras sabias en libros polvorientos, y mis armas se cubren de herrumbre al fondo del arcón. Si alguien cree que pueden servirle, nada en mi choza tiene cerraduras, que no dude en tomarlo y ojalá le preste utilidad. Y cuando en la lejanía vea vuestras hogueras y escuche vuestras algaradas, asentiré satisfecho a la rueda del mundo que ya gira sin mí. Adiós, adiós. 

Niño que fui curioso y temerario, pasmado y trémulo; joven que fui avaricioso de mundo; ensueños, tropiezos y amarguras; vida turbulenta que hoy se arremansa. Adiós, adiós.  

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