Tal vez el apego más intenso sea el que le profesamos al propio apego, a tener algo que querer. Quizá no sean tan importantes los deseos concretos, las cosas que pretendemos apropiarnos, como la intensidad misma del desear, la fuerza del hacer acopio. Tal vez lo único que anhelemos sea la oportunidad de anhelar, de acariciar nuestras querencias en secreto, igual que se disfruta la mera contemplación de un tesoro, estremecidos por el asombro de saberlo nuestro.
Ya nos recordó Kundera que la existencia es un estado insoportablemente leve. Camus habló de un salto absurdo entre la nada y la nada, una circunstancia más en un cosmos frío e indiferente, antes de la desaparición absoluta. Y Heidegger nos hizo reparar en que el ser es una cosa endeble, sin profundidad, sin consistencia, que avanza inexorablemente hacia el abismo de su anulación eterna. ¿Cómo afrontar esa condición sin sentirnos angustiosamente ingrávidos, triviales, huecos, como hojarasca a punto de salir volando con el primer viento?
No es extraño que busquemos pesos que ponernos en los pies, que ansiemos anclas que nos fijen en el mundo y nos hagan sentir enraizados en él. Eso son los apegos: ilusiones de consistencia, de contenido, de sentido, de gravedad. Algo que, al proclamarlo nuestro, nos trae un agarradero al que aferrarnos en medio del oleaje. Cuando nos aman, sucede el milagro de que alguien nos ve; cuando amamos, son nuestros ojos los que ven, y nuestras manos las que se aferran desesperadamente al mundo.
La soledad, tan grata y plácida, tiene un reverso devastador: carece de anclas. Aunque engrosa nuestro ego —vivimos sumidos en él—, adelgaza su presencia. La soledad protege, pero no proyecta: solo nos impulsa el amor, solo nos da cuerpo el apego. Un cuerpo que se paga, como nos reveló Buda, con sufrimiento, pero, ¡qué dulce sufrimiento, cuánta nostalgia que deshojar frente a la desoladora inmensidad!
El avaricioso se distrae de su levedad apropiándose de objetos. Intenta aliviar la ligereza del ser con la solidez material del tener. No lo consigue, claro: siempre hay que tener más. Pero, entretanto, se refugia en su fantasía de riqueza.
Queremos, pues, soñar, desear, esperar, creer, entregarnos, depender, sentir que se nos busca. ¿Habrá quien pueda librarse de esa debilidad, quien no tenga ya miedo a la disgregación, quien asuma decididamente la levedad del ser y ya no haya de buscarle subterfugios? Quizá sí. Los maestros se han desprendido del apego porque ya no gravitan en el yo, porque ya se sienten nada y han llegado más allá, a la pura presencia que observa sin querer ni esperar. Ya no tienen hambre de apego porque ya no queda en ellos nada que ansíe apegarse. Admiten, asumen la levedad, y eso les permite entregarse a ella sin reclamarle nada más.
“Vivo sin vivir en mí”: la paradoja del místico cobra sentido. La vida se le ha convertido en un mero suceder sin sujeto; y si no hay sujeto, si no queda más que un simple devenir, uno ya puede desentenderse de sí mismo, de su rosario de esperas y carencias. Uno puede entregarse a la pura vida: “El sendero existe, pero nadie que lo recorra”, reza un sermón budista.
Pero tal vez ese estado no se halle al alcance de todos nosotros. Hay que ser muy valiente o muy loco para llegar hasta ahí: para la mayoría, el Todo sigue pareciendo algo demasiado grande, y por eso necesitamos seguir mendigando ternura, agarrarnos a algo en la corriente ciega del devenir, notar el impacto —efímero pero contundente— de la materia y la presencia. Aún tenemos hambre de apego.
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