Desear es sufrir: desear mucho ha de conllevar, pues, sufrir mucho. De ahí el acierto al hablar de “mal de amores”: enamorarse es entrar por propio pie —aunque se nos arrastre sin preguntarnos— en un laberinto luminoso, pero también repleto de callejones oscuros y dolientes. Pocas veces nos sometemos voluntariamente a tanta zozobra segura, a cambio de satisfacciones tan inciertas. “Déjame en paz, amor tirano”, clamaba Góngora, apabullado de tanto amor. Si nos sometemos a ese yugo es porque la vida nos ha dotado con una enajenación programada que quebranta la prudente lucidez y dulcifica el dolor revistiéndolo de poesía. La vida nos enloquece para no dar tiempo a nuestras objeciones. Es ella, como sostenía Schopenhauer, la que ama y busca ser amada, para que la aventura continúe mientras se nos lleva por delante, y siga girando el mundo empujado por el dolor y la dulzura. Amar es una suerte solo si admitimos de buen grado la punzada de sus flechas, la injuria de sus portazos y el...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida