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Mostrando entradas de octubre, 2020

Mal de amores

Desear es sufrir: desear mucho ha de conllevar, pues, sufrir mucho. De ahí el acierto al hablar de “mal de amores”: enamorarse es entrar por propio pie —aunque se nos arrastre sin preguntarnos— en un laberinto luminoso, pero también repleto de callejones oscuros y dolientes. Pocas veces nos sometemos voluntariamente a tanta zozobra segura, a cambio de satisfacciones tan inciertas. “Déjame en paz, amor tirano”, clamaba Góngora, apabullado de tanto amor. Si nos sometemos a ese yugo es porque la vida nos ha dotado con una enajenación programada que quebranta la prudente lucidez y dulcifica el dolor revistiéndolo de poesía. La vida nos enloquece para no dar tiempo a nuestras objeciones. Es ella, como sostenía Schopenhauer, la que ama y busca ser amada, para que la aventura continúe mientras se nos lleva por delante, y siga girando el mundo empujado por el dolor y la dulzura.  Amar es una suerte solo si admitimos de buen grado la punzada de sus flechas, la injuria de sus portazos y el...

Lo que hay que perder

Hay cosas a las que urge renunciar, porque su belleza ya no nos reconoce, y no nos hace mejores ni nos ayuda a vivir. Se acercan a veces, en los días cansados y en las noches tristes, ataviadas con peplos de sacerdotisas vírgenes, sedas ligeras de transparencias vertiginosas que ondean sensualmente al ritmo de sus hipnóticas danzas. Saben que aún somos hombres y que mientras nos queda vida persiste el ansioso clamor de los deseos y de los sueños. Pero no quieren quedarse. Y nos van rodeando al son de las cítaras y de los misteriosos cantos, y se complacen en robarnos la voluntad hasta convertirnos en sus deudores incondicionales, atrapados para siempre en la nostalgia. Sirenas del Tirreno, gaviotas crepusculares del Egeo, ninfas burlonas de la Arcadia, heraldos de Pan y de Dionisos… Me retiré a estos bosques apartados del mundo, después de tantos naufragios y tantos extravíos, a recostarme en el olvido y la renuncia, y envejecer tranquilo: ¡dejadme en paz, amores y apetitos, anhelos ...

Hambre de apego

Tal vez el apego más intenso sea el que le profesamos al propio apego, a tener algo que querer. Quizá no sean tan importantes los deseos concretos, las cosas que pretendemos apropiarnos, como la intensidad misma del desear, la fuerza del hacer acopio. Tal vez lo único que anhelemos sea la oportunidad de anhelar, de acariciar nuestras querencias en secreto, igual que se disfruta la mera contemplación de un tesoro, estremecidos por el asombro de saberlo nuestro. Ya nos recordó Kundera que la existencia es un estado insoportablemente leve. Camus habló de un salto absurdo entre la nada y la nada, una circunstancia más en un cosmos frío e indiferente, antes de la desaparición absoluta. Y Heidegger nos hizo reparar en que el ser es una cosa endeble, sin profundidad, sin consistencia, que avanza inexorablemente hacia el abismo de su anulación eterna. ¿Cómo afrontar esa condición sin sentirnos angustiosamente ingrávidos, triviales, huecos, como hojarasca a punto de salir volando con el prime...

Frágiles convicciones

La psicología social ha mostrado hasta qué punto nuestras convicciones suelen ser irracionales. Impacto y repetición: así percibimos, como saben bien los publicitarios y los propagadores de rumores. La verdad, mal que nos pese, es a menudo una cuestión de fuerza, y muchas veces las certezas se imponen más por su intensidad que por su calidad. Estamos convencidos de que contamos con principios sólidos y posturas bien fundamentadas, supuestas verdades que consideramos de firme asiento. Sin embargo, muchas de ellas son apenas el poso de la costumbre, que crea su propia ilusión de legitimidad. Las creímos no porque nos parecieran válidas, sino porque una autoridad nos inculcó que lo eran. Porque nos lo repitieron insistentemente y con una convicción que nuestra falta de criterio no podía cuestionar. En eso consiste la primera educación, la que hemos recibido en la infancia más temprana: nuestros padres nos imbuyeron sus principios no necesariamente porque les parecieran verdaderos, sino ...

Para el civismo

El civismo es una hipocresía benévola y afable, tan prudente que a menudo acaba siendo sincera, como las mentiras piadosas. El civismo acierta siempre, incluso cuando se equivoca y recibe a cambio lo contrario de lo que da, del mismo modo que el generoso lo es, e incluso más, aun cuando se le pague con mezquindades. Acierta, postularían quizá los utilitaristas, porque hace a todos la vida más llevadera y pone entre la dureza de los individuos una delicadeza que serena a los exaltados, calma a los iracundos y contiene a los resentidos. El civismo prodiga obsequios entre desconocidos, y, aunque no consiga que se amen, logra al menos que se toleren. “Es la primera virtud, y no es virtuosa”, opina Comte-Sponville: en efecto, no vale la pena si no nos sirve para trascenderlo, pero hemos de reconocer que nada empieza sin él.  Me confieso partidario (casi) incondicional del civismo. Lo prefiero casi siempre a la sinceridad arrojadiza e inoportuna, que ni pedimos ni necesitamos, que no n...