Ir al contenido principal

Orden

Amamos la libertad, pero, como todo lo bueno, tenemos que remitirla a la medida humana, la medida de la vida que nos toca habitar, que es siempre más modesta que nuestros sueños. Todos nuestros ideales chocan con esa necesidad de domesticarlos, de enmarcarlos en la realidad, ya que esta no tiene por costumbre adaptarse a nuestras esperanzas.


Y cuando la encaramos con los ojos abiertos, la libertad muestra otras caras menos atractivas. La libertad nos inquieta, porque llena nuestra vida de incertidumbre y nos carga de responsabilidad. De hecho, muchos procuran escabullirse de ella con mil excusas. Esgrimen los condicionamientos y se ocultan tras ellos: “Yo no quería, pero es que…” “Lo haría, si no fuera porque…” Tal vez logren persuadirse, pero eso no redime el hecho de que eligieron: escogieron, por lo menos, transigir. A Sartre le parece que esconderse tras un supuesto determinismo es hacer trampa, y por eso lo considera actuar de mala fe.

Hay maneras conscientes y responsables de ponernos un poco más fácil el arduo trabajo de la libertad. Tenemos, por ejemplo, la costumbre. Los hábitos nos libran de muchas elecciones, que incorporan hechas de antemano. Es cierto que la vida suele arreglárselas para presentarse de modos inesperados, contradiciendo todo lo que teníamos preparado para ella y planteándonos nuevos dilemas, pero aun así las costumbres nos hacen llevadera una buena parte del tiempo.
Otro recurso para aligerar la tarea de ser libres es el orden. ¿Quién no se siente aliviado cuando organiza un armario, o cuando planifica las actividades que hará a lo largo del día? ¿A quién no le parece que está como más limpio, más seguro, y sobre todo más tranquilo, como si hubiese cumplido un deber? Tal vez el orden (y la costumbre es un tipo de orden) sea la clave de la paz mental, la llave de oro de los espíritus serenos.

El orden, no nos engañemos, es trabajo, pero es un trabajo que, bien realizado, nos ahorra una buena parte de ese otro, más arduo, que es la libertad. Vale la pena hacer esa inversión, al menos hasta donde nos den las fuerzas. El orden es difícil porque su gratificación se basa en dos cosas que nos cuestan: por una parte, la pospone; por otra, la propia gratificación resulta en buena parte imperceptible, puesto que consiste más en lo que evita que en lo que se gana directamente. Se entiende que se les dé mal a los impacientes, que lo quieren todo cuanto antes; y a los perezosos, que desearían disfrutar las ventajas sin abonar los esfuerzos. Pero también a los ansiosos, que sufren más por lo que falta que por lo que hay; y a los depresivos, que no encuentran ímpetu para sobreponerse a lo inmediato. Se entiende así, dado que le cuesta a tanta gente, que escaseen los organizados y que abunden los que suelen dejarlo para otro momento, en esa actitud que se ha llamado procrastinación, y que para algunos llega a ser un verdadero problema.
Así que el orden cuesta, hasta el punto de que quizás haya que considerarlo una virtud. Pero alcanzarlo compensa la pena, y todos (también los desordenados) lo hemos comprobado alguna vez. El orden reduce la incertidumbre y hace el mundo un poco menos amenazante. Reduce, particularmente, la complejidad —pues simplifica, ahorrándole quehaceres ulteriores a la voluntad— y la imprevisibilidad —trocando azar por programa—. El orden afloja la presión de la libertad, al esbozarle el contorno. El orden, por otra parte, nos hace más eficaces —¿hay eficiencia o eficacia sin orden?—, y eso sí es satisfactorio en sí mismo y nos inspira una grata sensación de poder. Solo los genios o los indiferentes sobrellevan con bien el caos: a los demás nos va mejor el orden.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Menos lobos

Quizá resulte que, después de todo, Hobbes se pasó de desconfiado, y no somos, ni todos ni siempre, tan malas bestias como nos concibió en su pesadilla. Tampoco vamos a caer con Rousseau en la fantasía contraria, y soñarnos buenos por naturaleza, pero basta echar un vistazo a nuestros rebaños para comprobar lo dóciles y manejables que llegamos a ser mientras nos saben llevar. A veces nos sacamos los dientes unos a otros, pero rara vez llega la sangre al río, y aún más raramente conspiramos contra la imposición de la costumbre, por injusta que nos parezca. Es lo que sacaba de quicio a Nietzsche: predominamos los temerosos y los conformistas, y a menudo hasta proclamamos «¡Vivan las cadenas!», mientras, agradecidos, apuramos nuestro plato de sopa. ¿No exageraba el inglés al dictar que se nos amarre con rigor para evitar que nos desgarremos mutuamente?  Marx ya apuntó que la lucha más enconada no es entre individuos, sino entre clases sociales, y tal vez aún más en el pulso de los po...

Niveles de interacción

Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto. En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otr...

Releyendo a Montaigne

A Montaigne, como a un viejo tío sabio, hay que volver a visitarlo de vez en cuando. Siempre es un gusto y uno nunca se va de vacío. El perspicaz francés, acomodado frente al hogar en su torre y con una copa de Burdeos en la mano, nos escucha tocar a la puerta y sonríe: sabe que el mundo gira sin detenerse, y que todo regresa. Montaigne convirtió su propia vida en objeto de filosofía. Desde que lo leí por primera vez, descubriendo en él a un padre y maestro mágico, me propuse seguir sus pasos en cada reflexión. La única filosofía que le urge al ser humano es la que lo enfrenta a su propia vida; la que le aporta elementos para conocerse a sí mismo y para saber cómo vivir mejor.  No se trata de mero narcisismo: lo propio sirve solo como punto de partida. Todo lo que somos incluye a los demás, y todos nos parecemos. Empiezo por mí porque soy lo que me queda más cerca, y eso multiplica la motivación y la información; como contrapartida, me resta perspectiva. Si hay que ser cauto en lo...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...