El amor ―cualquiera de ellos: ternura,
amistad, enamoramiento…―
es emoción y prodigio: germina, florece, se marchita, siguiendo sus propias, misteriosas
leyes. Pero es también tarea, puesto que quiere durar. En la confluencia de
esas dos dimensiones del amor cobra sentido la noción de “arte”, que consagró
el psicólogo Erich Fromm. El arte de amar marcó mi generación, cambiando
de raíz el concepto posromántico que nos inculcaban las películas. Su
inestimable legado tiende a desvaírse en la tumultuosa ruleta de la posmodernidad.
A la cultura
líquida no le complacen los requerimientos: acostumbrados a consumir, esperamos
que baste con pagar para obtener calidad. Fromm ya adelantó esta idea del amor
como consumo: “dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el
mejor objeto disponible en el mercado”. El avance del capitalismo no ha hecho
más que consolidar esa tendencia. A los consumidores del siglo XXI no nos gusta
que nos pongan condiciones: el que paga manda. De ahí que nos cueste asimilar
lo difícil, que solo debería ser caro. Obtener amor, pues, sería cuestión de
elegir bien y pagar el precio que corresponda; la fecha de caducidad tendría
que venir indicada en el envase. Por eso no entendemos que, incluso cuando cumplimos
escrupulosamente con nuestros deberes de consumidor, el amor siga exigiendo lo
mejor de nosotros. ¿Será que hicimos un mal negocio? ¿O solo tuvimos mala suerte?
Ni una cosa ni la otra: el amor pide siempre porque no está hecho para satisfacernos, sino para ponernos a prueba, para reclamar nuestro esfuerzo devoto sin garantía alguna. El amor es un pozo sin fondo porque tiene la hondura de la vida. Al amor solo tenemos derecho a preguntarle qué más hay que entregar, y muchas veces ni siquiera responde: “No penséis en dirigir el curso del amor porque será él, si os halla dignos, quien dirija vuestro curso”, postula Kahlil Gibran.
¿Habrá que
esforzarse, entonces? Por supuesto, y desde el primer momento, incluso cuando
todo parece fácil porque rueda por sí mismo y nos arrastra; incluso cuando,
obnubilados por los resplandores de su primera explosión, creemos que ese
hechizo es invencible y durará para siempre. Ahí, cuando se empieza a gozar
pero también a sufrir, conviene recordarse la ambivalencia y la inestabilidad
de todas las cosas, y sobre todo las humanas. Amar es una oportunidad; ser amados
es un regalo; y ambas cosas resultan excepcionales y requieren un exquisito
cuidado. “Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se
inicie con tan tremendas esperanzas y expectaciones, y que, no obstante,
fracase tan a menudo como el amor”, opina Fromm.
Los años, con sus batallas y sus derrotas, nos enseñan hasta qué punto es cierta esa opinión, y que, más que merecer el amor, lo que hay que hacer es ganarlo, cultivarlo, pulirlo, y a veces incluso soportarlo o curarlo. En particular, sobrellevar sus contrariedades: los desencuentros, los ratos de oquedad o hastío, la extenuación que a veces nos provocan las manías de los amigos o la pareja, la rabia que nos despiertan sus reproches… Hay que alimentar la ternura para que pese más que el rencor, hay que insistir en el perdón para sobreponerse a las heridas que, inevitablemente, causa a veces el roce entre nuestras pieles. El amor no nos exime de la lucha.
“Entregaos
a sus alas que os envuelven ―anima
Gibran―, aunque la espada escondida
entre ellas os hiriera”. Tal vez la principal tarea que nos reclama el amor sea
velar su llama para que no se apague. En el esfuerzo de esa ardua labor,
paradójicamente, el amor se acrisola y se templa.
Comentarios
Publicar un comentario