Soy de esos que
prefieren llevar el malestar apretado entre los dientes, disimulando ante los
demás y guardándome las lágrimas y la autocompasión para mis
retiros solitarios. Nunca he considerado tal reserva una virtud. No lo hago porque me parezca
lo adecuado, y aun menos por demostrar entereza, más bien al contrario: callando solo me siento
más seguro. Me puede la convicción, irracional pero grabada a
fuego desde la infancia, de que nada de lo que me pase le importará realmente a
nadie.
Desde el punto de
vista psicológico, sé que esa desconfianza tan arraigada merecería una reflexión
aparte (se adivina en ella la rigidez de un anhelo desbordado y poco realista),
pero lo que aquí pretendo es encarar ese curioso fenómeno que es el lamento
desde un punto de vista más objetivo, juzgándolo según las tres preguntas de la
ética: ¿Qué es lo correcto? ¿Qué me hace bien? ¿Qué hace bien a los demás?
La primera pregunta
es siempre la más espinosa, porque versiones de lo correcto hay de todos los
colores, según sea el punto de partida. De hecho, para los utilitaristas, ya se
sabe, las tres cuestiones estarían relacionadas: lo bueno es lo beneficioso.
Algo parecido opinarían los epicúreos y los estoicos, que aprobarían a los
quejosos si ello les ayudara a ser felices (epicúreos) o a no sufrir
(estoicos): de ahí que a los primeros les parecería bien (porque quejarse
alivia, al exteriorizar y compartir) y los segundos tal vez preferirían evitarlo
(porque los lamentos no cambian nada y lo que realmente ayuda es una actitud de
resistencia).
Spinoza, por su
parte, consideraría el lamento una tristeza, algo que nos debilita y nos
disminuye, y por eso nos conminaría a no perder tiempo ni energía en esas
ocupaciones infructuosas; algo parecido opinaría el heroico Nietzsche: el
superhombre no se lamenta de nada, al contrario, afronta el dolor con buenos
redaños, puesto que lo que no le mata le hace más fuerte. El imperativo
categórico de Kant no aclararía gran cosa: el lamento ya es una conducta
universal, pero no está claro si hace el mundo mejor o peor; en todo caso lo
hace más ruidoso (y atención, eso sí es una pista, como veremos). A las
religiones les gustan los lamentos, como todo lo que nos hace sentirnos
vulnerables y sumisos, y no hay una sola que no tenga una buena batería de consuelos listos para aplicar
inmediatamente, empezando por aceptar la voluntad de Dios. En esto, como de
costumbre, el budismo sería una excepción, y, sin condenar los lamentos, nos
invitaría a desapegarnos de ellos y de lo que causa nuestro dolor.
A mí me parece que,
más que lamentos sí o no, habría que partir de la base de que las personas
estamos hechas de una pasta que los incluye, y por tanto hay que contar con ellos.
Somos, unos más que otros pero todos un poco, seres quejicas. Cuando algo nos
duele, sea en el cuerpo o en el ánimo, el quejido es un impulso que sale por sí
mismo.
Esa autonomía del
lamento tiene consecuencias beneficiosas y perjudiciales, pero de entrada no
parece que haya razones para considerarlo malo. Tal vez la vida sería mejor (al
menos más alegre) sin lamentos, pero lo que en realidad la hace mejor o peor
son los sufrimientos que los inducen. Una buena parte de la poesía (y del arte
en general) se basa en el lamento, y si nadie se quejara nos habríamos perdido
bellezas como las exquisitas trovas del amor cortés, las Coplas de Manrique,
ciertos sonetos de Quevedo, estremecedores cánticos de García Lorca o la Elegía
de Miguel Hernández, por poner algunos ejemplos. La condición humana conlleva
lamentarse, a veces hasta regodearse en el dulce amargor de la queja; sin
lamentos, por lo tanto, quizá no seríamos del todo humanos.
Y es que estamos
hechos para expresar y compartir las
emociones, no solo las dolorosas. Forma parte de nuestro gregarismo innato. Hay
una liberación, simbólica pero que uno siente como muy real, en la expresión de
un sentimiento angustioso. Es como si de pronto no fuera solo nuestro, y ya no
tuviéramos que afrontarlo solos, como si al comunicarlo se convirtiese en un
problema compartido, en cosa de toda la tribu. Además, la mera expresión tiene
un curioso efecto de reducción a lo convencional, que nos permite escabullirnos
de nuestra vena trágica y restituir su verdadera medida a las cosas, al poder
contemplarlas desde la mirada de los otros. Expresar es en cierto modo
liberarse, constituye sin duda la mejor terapia. Todos necesitamos confidentes.
Y aquí entramos de
lleno en la segunda pregunta: ¿hace bien lamentarse? Parece que, como todo, el
lamento tiene su equilibrio y su mesura, y en esto nos conviene ponernos
aristotélicos. Compartir penas, decimos, es un dulce y necesario compartir, que
nos aproxima unos a otros, y nos hace sentir la proximidad de los otros.
Lamentarse sirve, además, y desde una perspectiva sociológica, para conciliar
amabilidades, apoyos y consuelos ajenos. Hay quien lo usa como recurso para
acaparar atención y favores y apaciguar justas indignaciones: los niños
aprenden a hacerlo desde bien pequeñitos, y a los viejos, a veces, es lo único
que les queda. Si hay alguna razón para reprobar tal actitud es por lo que
tiene de mentira y manipulación, cosas que no le gustan a nadie, ni siquiera a
quien las maneja (a veces con verdadero virtuosismo, que no virtud), pero en
fin, uno con los años debería ir aprendiendo a resguardarse de esas maniobras y
a tomarlas con pinzas. En cualquier
caso, pocas cosas unen más que compartir los males y apoyarse mutuamente frente
a ellos, y pocas cosas son más fastidiosas que un quejoso permanente y abusivo.
Encuéntrese el camino medio.
Ya hemos empezado a
apuntar indicios sobre la tercera pregunta: ¿hasta qué punto la queja hace bien
o mal a los demás? El camino medio aristotélico vuelve a ser un buen criterio
para afrontar este asunto, como casi todos. Un lamento ocasional, prudente,
justo, es una señal de confianza y confidencia que recibimos sin reparo, y que
suele despertar nuestra compasión y nuestra solidaridad, incluso cuando procede
de un desconocido. Somos seres narrativos, y las historias ajenas nos interesan
y a menudo nos enseñan, nos introducimos en ellas mediante la empatía y podemos
así contrastarlas con las nuestras, que siempre se sienten interpeladas por las
de los demás. El prójimo es fuente de información y modelo de comportamiento
que tendemos a imitar (el llamado aprendizaje vicario), y también de
referencias para juzgar lo propio, como demuestra, por ejemplo, el hecho de que
nos comparemos constantemente con los otros (fenómeno de la llamada comparación
social). Nuestra historia se construye en y con nuestro contexto humano,
entrelazada en las otras mil historias que nos rodean. Nos interesan especialmente la situación y
las vivencias de las personas que nos son más próximas, y de ahí que nos
preocupe vivamente la enfermedad de un amigo o la suerte de un familiar.
Así que los lamentos
de quienes nos acompañan en el viaje de la vida no solo no nos molestan, sino
que nos resultan relevantes y en cierto modo nos sirven para sentirnos parte de
sus vivencias. Estimulan la solidaridad y dan contenido a la complicidad del
amor. Pero la vida requiere sus ritmos y sus cadencias, y, como es lógico, un
relato permanentemente quejoso (como sucede a menudo con el de los depresivos y
otras personas sumidas en egocentrismos morbosos) resulta descorazonador y, a
la larga, irritante. Se trata de relatos que nos atrapan en su desesperada
circularidad, hasta un punto que puede resultarnos insoportable. Así que bien
está que nos desahoguemos de nuestras inquietudes compartiéndolas con los
demás, pero siempre que seamos capaces, también, de compartir con ellos el
entusiasmo y la alegría. En esto puede sernos muy útil ese regalo del cielo que
es el humor, ese ejercicio de la inteligencia que aligera el peso de las cuitas
y, como dice José Antonio Marina, las envuelve en un halo de ternura; con
suerte, incluso les da la vuelta, y lo que parecía un drama se convierte, por
obra y gracia de la risa, en oportunidad, o al menos en tragicomedia.
Parece bastante clara,
pues, la respuesta a la pregunta que planteábamos al principio. Quejarse es
bueno y bastante sano, siempre que no se abuse de ello y, una vez lanzados los
requiebros que haga falta, se vaya a otra cosa o se deje marchar a quien
escucha (por cierto, hay gente aficionada a la confidencia con la que hay que
tener cuidado, porque tal vez sean ellos los que pretendan atraparnos si les
abrimos la puerta de nuestras desgracias). Cierto que es preferible reír que
gimotear, más que nada porque el llanto suele tener un infortunio que le
precede, y además reír es dulce y llorar amargo: por eso siempre hay gente
dispuesta a acompañarnos en la risa, que es fresca y efervescente, y muchos
menos en el lamento, que es más grumoso y plomizo. En fin, ambas cosas son
confortantes a su manera y, en cualquier caso, cada una tiene su momento y su
gente: el lamento es más expuesto y comprometido, no queda de buen gusto en las
veladas festivas, prefiere los paseos retirados o los rincones íntimos, en la
compañía cálida de los allegados, lejos del tumulto.
En esto también
influye, como es lógico, el talante de cada uno. Hay quien se confiesa a la
primera de cambio y quien no suelta prenda aunque le insistan. Personalmente,
ya digo, tiendo a mantenerme recatado con mis tribulaciones: al exponerlas
siento como si me desnudara, como si me expusiera yo entero, y no es algo que
alguien más bien desconfiado como yo lleve bien con cualquiera. La exposición
de los territorios íntimos es un momento particularmente vulnerable: uno le
está entregando al otro la llave de sus jardines más delicados (por sombríos
que sean, o precisamente porque lo son), y nunca sabe si el otro irrumpirá
pisoteándolo todo. O quizá sea que fui educado para no importunar a los demás
con las minucias de mis angustias.
En cualquier caso, tiendo
dejarlas a buen recaudo en casa, o las reservo para amigos de mucha confianza.
Aunque procurando no caer en aquello de una conocida, que afirmaba (con un
orgullo afectado que hacía más patética su majadería) que en su familia solo se
hablaba de lo bueno, que es lo que vale la pena compartir, y que lo malo se lo
guardaba cada uno para sí y lo llevaba por su cuenta sin molestar a nadie: de
ser cierto, que lo dudo, ¡menuda familia más superficial y desoladora! En el otro
extremo estarían las familias y los grupos que fundamentan su vínculo, precisamente,
en un abuso del sentimiento trágico de la vida, lamiéndose unos a otros las heridas
y sin saber cómo arreglárselas cuando alguno de ellos tiene la desfachatez de ser
feliz. Una sabrosa parodia de este último caso puede degustarse en la película El turista accidental.
No: por más que tienda a ser reservado, no tengo nada
en contra de que la gente me cuente sus amarguras, de hecho hasta cierto punto
me resulta entrañable, siempre, insisto, que lo hagan con una cierta mesura,
sin regodeo ni abuso de detalles, o sea, sin que su alivio pase por inundarme a
mí con sus problemas. Hablar, no lo olvidemos, también puede ser un modo de
manipular, de cosificar al otro, si se hace sin miramiento ni recato. Cuando sometemos
al prójimo a la narración de nuestros males, hay que preguntarse un poco lo que
le corresponde saber y lo que puede interesarle, y lo que no. En esto de las
confidencias, y sobre todo de los lamentos, también tiene que cultivarse la
discreción y el buen gusto, detalles que no deben faltar nunca ni en la ética
ni en la estética.
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