Una mujer le confiesa a su
marido que tiene un amante. El hombre, abstraído en el limbo de la
cotidianidad, siente de súbito que se le resquebrajan los pilares de su
existencia: la mansa historia de afectos monótonos, el futuro pactado con el
que contaba, los lugares y las personas en que creía enmarcado el resto de
su vida.
En un parpadeo se lo han robado todo: la identidad, las alianzas y los
antagonismos, el relato, el tiempo. Todo su paisaje se ve sacudido por un
seísmo que amenaza arruinarlo, tras el cual aguarda el vacío de la incertidumbre,
de lo que parecía escrito y ahora habrá que reescribir.
Ante una pérdida
violenta, después del perplejo asombro, el proceso de duelo suele arrancar con
rabia. Es nuestro modo de improvisar explicaciones: buscar un culpable.
Preguntamos mil veces por qué, y ninguna respuesta nos parece suficiente. Nada
justifica una traición tan pérfida. En realidad, sabemos que no tenemos razón, que
el amor es una frágil chalupa en la marejada de los sueños humanos. Pero cuando
la emoción es demasiado grande, las razones apenas sirven para nada. El dolor
marca la prioridad. En el fondo, la urgencia no es entender, sino apaciguar la
doliente ira. El odio, por rudimentario que resulte, nos ayuda a dar
congruencia a la hecatombe momentánea, esboza una escena con papeles marcados:
ella el de verdugo, él de víctima; ella de desleal, él de socio estafado. Aun
cuando intuimos que, en los asuntos de dos, la responsabilidad es compartida,
no podemos concebir nuestro error: de momento, toda la iniquidad tiene que
quedarse en el otro. Hay que erigirse en juez y acusarle de todo. Hay que
endosarle, sin dudar, la totalidad de la culpa.
El dedo acusador traza la demarcación que nos alivia provisionalmente, lanzando fuera una basura que de otro modo nos resultaría insoportable. Tú tienes la culpa, y mientras pueda echarla entera sobre ti, podré mantener la ilusión de permanecer a salvo. Tú tienes la culpa: tú has faltado al acuerdo, tú has roto la promesa; tú has mentido, has robado, has humillado. Eres tú quien merece la vergüenza y la condena, el descrédito y la penitencia. Tú te has quedado sola al faltar a la tribu, al legado ancestral, a la civilización entera, que contradices con tu entrega a las turbias fuerzas de la apetencia.
Echar la culpa es un
instrumento eficaz, pero terrible y, lamentablemente, engañoso. Como todo lo
esquemático y lo tópico. Puede que en un primer momento nos preserve del naufragio: al fin y al cabo, quien queda en posición de debilidad es el que
recibe la onerosa noticia, el que no sabía nada y seguía en la rutina, sin contar con una deserción. Pero tal vez un día, cuando pueda pensar con calma, afrontará las razones del otro: también tú hiciste…, también tú dejaste de hacer…, también
tú eres culpable de haber dejado resquebrajarse esta convivencia. Hace tiempo
que no me hablas, que no me ves, que no me tocas, que no me amas. ¿De qué te
extrañas?
Algún día, cuando se imponga la resignación, aunque amarga, y la lucidez, aun dolorosa, él comprenderá que si la felicidad la construyeron mano a mano, son ambos los que la dejaron marchitarse. Y se preguntará cómo no supo verlo, o al menos temerlo y prevenirlo. Se preguntará cómo pudo habituarse tan pronto a la dicha, y darla por descontada frente al continuo cambio de la vida. Ni la mejor voluntad, ni el más sincero amor, son garantías de perpetuidad; cada día hay que volver a forjar nuestra historia desde el principio.
Tal
vez entienda entonces que, si hay culpa, él también tiene su parte. Él transigió
con la corrosiva monotonía, con la herrumbre del hastío en el reloj parado. No es
inocente.
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