Dicen que cada uno
de nosotros es un zoológico ambulante, con su propia flora y fauna, que además,
mira por dónde, es característica y distinta en cada cual, como las huellas
dactilares. Somos multitud. Algunos de estos inquilinos hasta nos echan una
mano con la digestión o la eliminación de residuos. Otros simplemente se han
acomodado, pero no suelen molestar, así que para qué vamos a echarlos. De todos
modos, no podemos, así que mejor mirar a nuestra comunidad personal —valga el
oxímoron— con generosa resignación.
El problema surge
cuando el parásito llega a tener tanto éxito que estropea al anfitrión. Hay
lianas tan fecundas que acaban por sofocar al árbol al que extraen la savia. Tenemos
las bacterias y los hongos que nos causan a veces infecciones. Y, mirando espantosamente
cerca, ahí está el nefasto coronavirus, una máquina del diablo a la hora de
meterse en nuestras células y desquiciar al sistema inmunitario.
Se diría que esta
no debería ser lo que los científicos llaman una EEE, una estrategia
evolutivamente estable, ya que, si el anfitrión sucumbe, inevitablemente lo
hará el huésped, que se queda sin hotel donde vivir de gorra. Supongo que por
eso la mayoría de los parásitos se avienen a un pacto de caballeros con sus
mentores, y procuran no abusar. Pero la estrategia sí funciona si al parásito,
antes de acabar con su avatar, le da tiempo de que sus vástagos salten a uno nuevo.
De ahí la diabólica eficacia de los virus, cuya existencia se reduce prácticamente a usar las células ajenas como incubadoras. Los virus llegan, toman el mando y, sin perder un instante, ponen a la célula a crear montones de copias de ellos, que saltan inmediatamente en busca de otras células, y así sin parar. Antes de que colapse el organismo entero, la evolución les ha dotado de ciertas propiedades que facilitan la expansión a otros: provocarle estornudos, toses, mocos, o cualquier otra emanación que les permita acceder a la siguiente víctima. El mecanismo es perfecto.
Pero la naturaleza
no lo es. La capacidad de reproducción de cualquier organismo resulta
virtualmente infinita, pero la naturaleza es finita. El exceso de éxito se paga
a la larga. Un artefacto con la capacidad de expansión y destrucción del coronavirus
pronto encontrará su techo: o bien lo detendrán los supervivientes inmunizados,
o bien acabará con todos los individuos de una especie y ahí concluirá su breve
historia. Eso se llama morir de éxito, castigo que le reserva la naturaleza a
las especies cuyas estrategias no acaban de encontrar el modo de hacerse EEE (lo
cual nos debería hacer pensar en nosotros mismos como especie corrosiva). Pero,
para las víctimas, el problema es la devastación que habrá causado.
En
este caso de parasitismo (¿o habría que pensar más en depredación?), parece que
a la naturaleza se le ha ido la mano. Así sucede con la evolución de vez en
cuando: también sucedió con nosotros, que hemos resultado ser el parásito de la
biosfera más peligroso y destructivo. El precio de tanta perfección,
insistamos, es la extinción. Cuanto más intenso el fuego, más deprisa agota el
combustible. En un sistema finito, tender al infinito tiene el precio de
consumirse velozmente. Triste satisfacción para los afectados, y ninguna para las
víctimas.
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