Los flecos del capitalismo se
desangran por sus arrabales, en esas tierras de nadie donde la ley del dinero
arroja las sobras, los individuos que no le sirven para nada y más bien le resultan
un estorbo: los pobres (porque no compran), los enfermos y los viejos (porque
no producen). El capital simpatiza poco con los débiles y los improductivos: es
una máquina implacable que tiene demasiada prisa por acaparar riqueza, por competir
y dominar, para detenerse en el dolor y la vulnerabilidad; si les da algún
amparo, es para que le molesten menos.
Cedió hasta cierto punto, a regañadientes,
mientras no tuvo más remedio que disfrazarse de ángel de la guarda y ofrecer la
cara complaciente del estado del bienestar. Pero llegaron las crisis y las reacciones,
empezó a sobrarle gente, nos sedujo con el hechizo consumista, y en su versión
salvaje neoliberal decidió quitarse la careta y pasar a la ofensiva. Como toda
mercancía devaluada, la mano de obra se abarató, los derechos resultaron demasiado
caros, el trabajo se convirtió en un lujo. Lo improductivo en una contrariedad
inaceptable.
Este virus maldito quizá sea un mal negocio para el capital, pero al mismo tiempo le sirve como sicario aventajado: se ceba en los enfermos y, sobre todo, en los viejos. Tenemos así a los abuelos, en plena vorágine de la pandemia, muriéndose solos y en masa, en esos muladares donde, demasiado ocupados para cuidarles, los hemos arrumbado como trastos inservibles, sellando por la vía rápida su destino de desahuciados. Las lúgubres residencias, que nunca fueron precisamente palacios del bienestar, se han convertido ahora en una trampa mortal, un campo de concentración posmoderno en el que la muerte campa sin piedad. Allí los encuentran amontonados como ratas, abandonados por los mismos cuidadores que los contaminaron, sin que nadie acudiese al menos a levantar acta de defunción, los aún vivos durmiendo junto a cadáveres de varios días.
Si a alguien le
quedara vergüenza (ya no digo a los gobiernos, de esos poco se puede esperar;
digo a la gente de la calle, usted o yo sin ir más lejos), veríamos desembarcar
en las aceras multitudes arrancándose los cabellos y profiriendo un único, inmenso,
estremecedor bramido de horror y de dolor al contemplar lo que hemos permitido
que les pase a nuestros viejos. Un espanto innombrable que convierte a las
autoridades en culpables y al resto en cómplices, un escándalo histórico del
que no deberíamos acabar de restablecernos jamás. Porque una sociedad que
descuida a sus mayores tiene partida la espina dorsal de su dignidad.
Las tribus antiguas, más próximas a la tierra y al cielo, comprendían mejor el valor de la ascendencia. Honraban a los ancianos como depósitos de sabiduría y de identidad; veneraban a los antepasados como vestigios del origen, estelas de las estirpes en el tiempo. Comprendían que un individuo es nada, si no se concibe como parte ínfima del eterno devenir de las generaciones. Conocían la respuesta del corazón a las preguntas eternas. ¿De dónde venimos? De nuestros padres, y de los padres de sus padres. ¿Adónde vamos? A nuestros hijos, a los nietos de sus nietos… Sentirse parte de esa cadena resume todo atisbo de sentido. Es la única honra que vale la pena darse a uno mismo y a la tribu. Descuidarla es perder el norte y asumir la insignificancia en un universo hueco y roto.
Nosotros
hemos perdido ese norte, nos hemos extraviado y ya no sabemos dónde reside la
dignidad. Lo pagarán nuestros hijos errando por el vacío. Lo pagaremos nosotros
cuando seamos viejos y nos desechen. Si es que llegamos.
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