«Resistiré»: la vieja canción del Dúo Dinámico ha sido rescatada en
estos tiempos de angustia, y para algunos se ha convertido en un himno y una
oración. Necesitamos símbolos que activen y canalicen nuestras fuerzas: en horas desesperadas, queda prohibido rendirse a la impotencia.
Le
preguntaban al presidente si podemos hablar de situación de guerra, y
él tuvo la integridad (al menos, en esto sí) de confirmarlo. El presidente está
intentando aprender, a marchas forzadas, a hacer de hombre de Estado, parecerse
a ese líder colectivo que necesitamos; y a veces lo consigue, aunque le falte
un poco más de genio y firmeza al timón.
Por supuesto que estamos en guerra: la humanidad entera contra un enemigo común, el Independence Day frente al invasor que nos amenaza con el exterminio. Ya tenemos una considerable, amarga lista de bajas. Y en el frente batallan sin respiro esos héroes a los que cada día aplaudimos en los balcones a las ocho de la tarde, esos que se la juegan en primera línea y que están dando más de lo que tienen por todos: los médicos y los sanitarios, los que aseguran el abastecimiento, los que guardan la seguridad… No se comprende que les falten medios: deberían tenerlos todos. Ni que tengan que elegir a quién salvar: ¿qué dignidad vale tras eso? La selección de supervivientes y la carnicería de viejos son los oprobios de esta contienda que se debate entre el horror y la vergüenza.
La guerra
contra el coronavirus, de momento, está en fase de resistencia. Suponemos que
los mejores cerebros le están buscando remedio: mientras tanto, a los simples
ciudadanos de a pie solo nos queda aislarnos para no dar carnaza al enemigo, y
aguantar el embate recluidos en nuestras casas. El último poder es resistir,
como aquellos ciudadanos que corrían a refugiarse en el metro bajo los
bombardeos.
La resistencia es también una lucha. Su nobleza ha sido descrita por muchos sabios. Los estoicos construyeron todo su edificio filosófico sobre ese pilar central. La resistencia se basa en la entereza, en el coraje. Es la respuesta valerosa del impotente. Cuando no se puede hacer otra cosa, resistir ya es hacer mucho; es lo que queda, y por tanto lo más cabal. Hay que saber cuándo uno está en situación de desventaja, y golpear solo serviría para que el enemigo nos aplastara. Cuándo es mejor esperar y hacer acopio de fuerzas, mientras las bombas estallan a nuestro alrededor.
Ese estrecho
corredor nos obliga a un adelgazamiento existencial. El coronavirus nos escamotea
la presencia, que, para un humano, constituye el meollo del ser, la prueba de
que somos alguien. La gente sobrevive aislada y muere sola. Por suerte, los
humanos inventamos sucedáneos simbólicos de la presencia; en esto las
tecnologías no solo ayudan: se han convertido en nuestros mejores aliados.
Menos mal.
Nos toca ceñir la dimensión del mundo a cuatro paredes, relegarnos cada cual a su celda en la colmena. Porque en este momento el principal peligro somos nosotros: nuestro anhelo de contacto, nuestra innata condición gregaria. No, ahora el mundo debe quedar fuera, o, tal vez, nosotros debemos exiliarnos de él, dejar que siga su curso con la esperanza de que al final, si seguimos resistiendo, la amenaza se ahogue en sí misma, se consuma de éxito, como fuego que se queda sin combustible. Aislarnos es privarle de su madera. Luego, al salir, tal vez se desplome sobre nosotros, pero con suerte estaremos en mejores condiciones para pasar a la ofensiva; quizá para entonces ya no estemos tan débiles, y no tengamos que limitarnos a resistir. De momento no queda otra.
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