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La curva

Un país entero (y así están todos) recluido, inmovilizado, aletargado en la penumbra de los muros, vive o más bien sobrevive conteniendo la respiración, pendiente de una curva. Nunca la inflexión de una línea resultó más acuciante, ni siquiera en las montañas rusas de la economía. Cada día escuchamos ansiosos los datos sobre los infectados y las muertes de esta infame pandemia, anhelando la esperada noticia de que por fin la tensa contención da fruto, y se atenúan los contagios, y remite la marea trágica de los difuntos. Y se dobla de una vez la maldita curva.

Triste récord el nuestro, primeros ya en casos y en muertos por habitantes. España herida, atada a la rueda fatal de sus tribulaciones: “De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda…” ¿Qué hiciste, insensata? ¿Cómo te convertiste, una vez más, en campeona del estrago? Algún día tendremos que mirarnos al espejo y lamentar nuestros errores. Todos hemos pecado de insensatos. Pero algún día, también, deberían pagar unos cuantos bribones. Los perversos que desarbolaron la Sanidad pública, los irresponsables que descuidaron recursos necesarios, los ineptos que no supieron (ellos que deberían saber) prevenir la avalancha brutal y taimada de la muerte. Algún día… Ahora la emergencia es otra, el enemigo es otro; ahora no podemos dispersar un ápice de fuerza discutiendo o peleando. La necesitamos toda para torcer esa curva diabólica.

Uno resigue ese infausto perfil, tan elemental como un garabato de párvulo, y le parece intuir el esbozo de nuestra vida; de lo que fue, de lo que será, de lo que no volverá a ser. Echa a andar la raya con un buen trecho casi plano: aquel tiempo, que hoy se nos antoja inverosímil, en que éramos felices sin saberlo, precisamente porque sabíamos tan poco, porque todo estaba por pasar y pocos auguraban lo inminente. Estábamos acostumbrados a que las catástrofes nos sonaran a cosa de otros, algo remoto, casi ideal de puro mediático. Era el tiempo en que aún nos cruzábamos sin bajar la cabeza y apretar el paso, nos hablábamos sin reticencia, hacíamos colas casi pegados unos a otros, y nos sentábamos en la barra del bar codo con codo con el parroquiano de al lado, que era un desconocido pero no un extraño. El tiempo, sobre todo, en que aún nos abrazábamos y nos besábamos, y la piel y la saliva no eran aún un peligro mortal. La curva susurra todos esos recuerdos, apenas apuntando sobre el cero, unos pocos casos anecdóticos que seguro tendrán controlados, perezosa de despegar hacia la altura.
Llega luego el escalón inicial, un repentino arranque, como un estremecimiento, como si un monstruo estuviera despertando y bostezara y cabeceara. El virus está ya  mostrándonos los dientes, ya devora las primeras víctimas, ya se insinúa en su pavoroso designio. Algo se hizo notar, pero somos pertinaces en la costumbre, y aún nos resistíamos a creerlo. Las autoridades vacilaban, insinuaban, empezaban a hacerse planteamientos, se contradecían. Estamos acostumbrados a vivir con vagas inquietudes, a dejarlas a un lado y mirarlas de reojo. Estamos hechos a sacar pecho desde el escepticismo, o la esperanza, y seguir adelante. En algunos sitios, que aún parecían excepcionales, se cerraron escuelas, se confinaron comarcas, y no podía ser que con eso no fuera suficiente.

Pero el horror ya estaba sembrado, y de la noche a la mañana se impuso la excepción. Estado de alarma: las autoridades reaccionaban, más asustadas que nosotros; al fin se atrevían a saber. Como para confirmar los peores presagios, la curva repuntó. Violentamente, como el despegar de un cohete, como la carrera de un lobo hambriento.
Mientras nos confinábamos, preguntándonos aún por cuánto tiempo, los acontecimientos se precipitaron. Cada día los conocíamos con estupor a través de la televisión. De repente, el mundo quedó fuera, la puerta de enfrente se convirtió en un país extranjero. Daba miedo salir: el virus enemigo podía aguardar, agazapado, en cualquier sitio. Las calles se convirtieron en un territorio prohibido, fantasma. Para compensar el aislamiento, nos volcamos en comunicarnos por teléfono, por internet; el día entero conectados, nunca habíamos hablado tanto. Al principio riendo compulsivamente, espantando el roer de los demonios. Luego, poco a poco, con el agolparse de casos y de muertos, con los primeros casos con nombre y apellidos, ante la condensación de la ruina, las risas se fueron acallando. La curva empezaba a dibujar dolor y miedo.

Después de un mes de encierro, de angustia, de batalla feroz en hospitales, dicen que al fin la curva se doblega. Tan solo reduce su pendiente, sigue creciendo pero menos: un poco ya es mucho para quien no tiene nada. Salimos cada día a aplaudir, como homenaje a los que nos cuidan y como restauración de la colectividad quebrada. Ya nos hemos resignado a seguir así bastante tiempo.
La curva irá dejando de subir, dicen, pero tardará en bajar. No sabemos cuántos meses costará aún salir a la calle y regresar al trabajo; algunas ocupaciones tardarán aún mucho en ser posibles. Y aun entonces la curva no dejará de marcarle la pauta a nuestras vidas. Iremos con el fantasmal disfraz de las mascarillas, seguiremos condenados a la prohibición de los abrazos y los besos. En lo común seguirá anidando el peligro invisible.
Nos espera una ardua odisea hasta la normalidad, y la normalidad quizá ya nunca sea la misma. Al menos para nosotros, los que, marcados a fuego, continuaremos rehenes de la memoria del espanto. Tal vez el futuro llegue cuando se instaure el bendito olvido. Cuando la curva esté abajo tanto tiempo que seamos capaces de ignorarla. Y el monstruo se repliegue una vez más a su letargo.

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