Colgando de la pared, en una iglesia de Roma, hay una escultura que representa un adusto rostro con la boca abierta. La llaman Bocca della Verità. Cuenta la leyenda que si uno mete la mano en su ranura y miente, la boca le morderá. ¿Por qué no lo hace nunca? ¿Será que sabe que su leyenda no es verdad?
André Comte-Sponville insiste a menudo en que, si somos coherentes, la
verdad debería estar por encima de intereses, preferencias u otras
consideraciones, tal vez más inmediatas, pero a la larga traicioneras. La
verdad, tan a menudo amarga, áspera, incluso dolorosa, es lo único que, como
asevera el Evangelio, nos hace libres y nos guía eficazmente. ¿Cómo negarle la
razón? Cerrar los ojos o engañarse con fantasías son modos de huir del mundo y
de uno mismo, en lugar de quedarse ahí y tener el coraje de abrir los ojos.
La verdad es, en efecto, el primer valor ―¿qué sentido tendría pensar, si no aspirara a ella?―, y eso convierte a la sinceridad y al rigor en
virtudes. Justificar la mentira en función de los propios intereses contradice
a la ética más elemental; acomodarse en el error, cuando se conoce, tampoco es
de recibo. “Puede que no siempre esté en lo cierto pero me preocupo
intensamente de lo que es verdad y nunca digo algo que no crea que sea cierto”, asevera R. Dawkins. Es lo que se llama ser sincero.
Sin embargo, la sentencia que nos suena certera y prístina se desbasta
en la rugosidad de lo concreto. Atenerse a la verdad, sí, pero, ¿qué verdad?
¿Realmente hay una sola? Contamos con proposiciones que no podemos dudar, y con
otras que no podemos aceptar. Pero, más allá de esos trazos gruesos, si uno se
acerca lo bastante, ¿no parece que hubiera verdades que discurren paralelas,
como los universos? ¿No hay verdades por inventar, como el futuro? ¿Cómo se
sabe que hemos hallado la verdad, y no algo que se le parece, o algo que la
precede, o una huella que dejó una verdad extinta? ¿Cómo discernimos si nos
hallamos ante una pura falsedad, y no una semilla de verdades a punto de
germinar?
Sucede que la vida es sinuosa, y la verdad (sobre todo por lo que
respecta a nuestras posturas y convicciones) es resbaladiza. La verdad en
filosofía es algo frágil e inacabado, que casi siempre teñimos con nuestros
puntos de vista, nuestras emociones, nuestras inclinaciones inconscientes… Todo
eso se llama subjetividad, y hay que tomarla muy en serio si uno se esfuerza
seriamente por conquistar la lucidez; siempre acabaré tropezando con ella, así
que mejor incluirla desde el principio, como hizo Kant, que la encaró como
punto de partida.
Hay quien se escuda en esas fragilidades de la razón para defender un
relativismo absoluto que no es más que cinismo. Groucho Marx lo expresó con agudeza
insuperable: “Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”. No,
no vale todo. Uno tiene que ser coherente y consecuente; también con sus dudas,
que empezará por reconocer, si es honesto. Que la verdad sea limitada no
significa que no sea verdad; que la falsedad sea discutible no implica que no
sea falsa.
Pero partir de nuestras limitaciones es un sano ingrediente de
cualquier aventura intelectual, que nos vacuna contra el fanatismo. Porque no
hay verdad que valga más que una vida humana o sus derechos. Supongo que fue
eso lo que nos quiso decir Protágoras al declarar al hombre medida de todas las
cosas: no es que debamos considerarnos más importantes que nada, pero somos lo
más importante para nosotros, y desde luego más importantes que cualquier cosa
que podamos creer, pensar o hasta sentir. Protágoras, que era un sofista y
cobraba por defender lo que les conviniera a sus clientes, tenía claro que las
ideas importan mucho, pero la gente, la frágil y temblorosa persistencia de la vida,
importa más.
Por poner un ejemplo: ¿el enamoramiento es verdad, o poco más que un
hermoso artificio, como el cielo de los trampantojos? ¿No será apenas una
triquiñuela de la especie, un disfraz de la Voluntad de vivir, como sospechaba
Schopenhauer? El discurrir de los años parece estar de parte del viejo (y lúcido)
aguafiestas: con el tiempo, el enamoramiento nos va pareciendo un mero
espejismo, a medida que las fuerzas y las hormonas escasean. Los que ya tenemos
una edad, ¿negaremos que los calores de la juventud son poco más que un
desbordamiento de nuestras ilusiones? Y, no obstante, ¿qué no daríamos por
volver a creer, por entregarnos otra vez a la pasión con tal de sentirnos vivos
y exuberantes? ¿No será el enamoramiento verdad mientras nos hace felices?
¿Acaso, en su ilusión, no es vida verdadera arrebatada, gozo verdadero, impulso
verdadero que salva la extrañeza? ¿Habría de ser más cierto el escepticismo que
el fervor, solo porque cuando este consume su fuego nos queda la triste ceniza
de aquel? El propio Schopenhauer, que pensó tanto, dio a entender más de una
vez que prefería vivir a pensar: intuía, seguramente, que no habría tenido
necesidad de pensar tanto si hubiera amado más.
¿No será que el amor tiene su propia verdad, que arrasa todas las otras
cuando se presenta, como sugería Platón? ¿No habrá ocasiones, entonces, en que
de lo que se trata es de elegir entre verdades, de ordenarlas según lo cerca
que están del pulso de la vida, de la fuerza de los deseos, de la mera belleza
(y la belleza es otra verdad)? ¿No es verdad —¡también!— que preferiríamos,
como Schopenhauer, vivir a saber, disfrutar a comprender, florecer a meditar?
¡Ay, quién pudiera enamorarse! O, más bien, ¡quién pudiera querer enamorarse!
Ese elegido es quizás el que conoce mejor la verdad, porque no la necesita: la
de la Voluntad de vivir, la del conatus spinoziano, la del entusiasmo
del buen Nietzsche, a quien tanto dolía la nostalgia del amor. ¿Quién dirá que
todas esas espumas de la vida no son verdad, o quién no la cambiaría por ellas?
Así que hay que buscar la
verdad, por supuesto, pero sin dejar de someterla a la vida, que va por
delante. Quizá la verdad nos resulte escurridiza y ardua porque la vida, que es
aquello por lo que la buscamos, es difícil. ¿Para qué queremos una verdad que
no trate sobre la vida, que no la fecunde, que no la haga mejor, como quería Montaigne?
Hay que vivir mirando de cara a la verdad, pero solo porque nos ilumina la
vida, y en la medida en que lo hace.
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